Ayer murió el
chico con el que hacía dupla ofensiva en el mejor equipo de fútbol en el que
jugué en mi vida.
Con el perdón de
tantos otros equipos y amigos, el mejor equipo en el que jugué en mi vida fue
Taciru, un equipo amateur en el Club O. Nuestra camiseta, que aún conservo en
algún lado, era horrible. Una banda negra cruzaba en diagonal, dejando a cada
lado un triángulo rojo y otro verde.
La base de Taciru
eran cinco hermanos de un lado y cuatro primos del otro. El arquero era un
primo de los hermanos, Fede R.; atrás jugaban tres de los cuatro hermanos y un
amigo: Pablo L., Agustín L., Javi E. y Tomás L; en el medio, de 5, iba el
quinto hermano, Andrés; a los costados iban dos primos míos, Guillermo B. a la
derecha y Juan P. G. a la izquierda; de 10 otro “extranjero”, Vlado V; y la
extraña pareja ofensiva éramos los otros dos primos, Iván P. y yo. Iván medía más
de 1,90 pero iba por afuera, generalmente por derecha; parecía lento pero de
pronto hacía un amague raro y adelantaba la pierna interminable y tiraba el
centro, y yo, de poco más de 1,75, me escabullía detrás de los centrales y
cabeceaba al arco, o le daba con la canilla o la rodilla y de rebotero entraba
igual. Salimos campeones unas cuantas veces, y yo salí goleador más de una vez
gracias a los pases de Juan y de Vlado, y de los centros de Iván.
Siempre me pareció
un poco misterioso Iván. Así como en la cancha, parecía que iba a un lado e iba
para el otro. De chicos nos veíamos mucho pero éramos como de grupos distintos.
Después, durante la adolescencia, hicimos un grupo, estos cuatro primos más
otro que jugaba menos al fútbol, Fede B., y el hermano de Iván, Santi P., un
gran jugador de fútbol, un cinco durísimo pero con buen pie, y el hermano de
Juan, Alejandro. Las peores patadas que sufrí y que dí fueron en picaditos
entre nosotros, un tres contra tres en el jardín de alguno, una tarde de
diciembre pasadas las siete de la tarde, después de un día de pileta y Coca
Colas, con el sol poniéndose y los grillos silbando. La vida era eso: estar con
amigos, jugar al fútbol, hablar de chicas (o, para algunos de nosotros,
escuchar a nuestros amigos hablar de chicas), planificar vacaciones.
Taciru nació en
unas vacaciones en la costa de Chile. Yo no estaba. Se encontraron esos
hermanos con algunos de estos primos y se hizo todo un grupo de argentinos que
iban a bailar a un boliche que se llamaba Tacirupeca, donde estaban todas las
noches al borde de agarrarse a trompadas con chilenos. El boliche, como nuestra
camiseta, era horrible. Yo fui a esa misma playa al año siguiente y un día la
cosa se puso peluda con los chilenos; yo había tomado un poco, o no tan poco, quién
sabe, y estaba la cosa ahí al borde y yo salté y dije “no, muchachos, ¿qué nos
separa? ¿Una cordillera? ¿Distintos documentos?” Todavía tengo la nariz un poco
doblada del ñoqui que me comí esa noche. ¿Dónde estaba Iván? Si no me equivoco
estaba en el auto, con las chicas argentinas, siempre lejos del conflicto
innecesario, preparado para llevárselas si se complicaba. Al día siguiente, yo
seguía con hielo en la nariz cuando todos contaban los pormenores de la batalla
campal; Iván escuchaba desde un costado con una sonrisa enigmática.
El equipo andaba
muy bien, y siempre estábamos cerca del campeonato. Algunas veces lo logramos,
otras no. Lo más difícil era que los hermanos L., que vivían a 5 minutos de la
cancha, llegaran a tiempo. Llegaban siempre al borde de que nos declararan el
walk over, en la camioneta F-100 verde en la que iban a las mañanas al Mercado
Central a comprar la fruta y verdura que después repartían en los primeros
barrios cerrados que aparecían por la Panamericana en los 90. Uno manejaba, los
otros agitaban en la caja, haciendo flamear una bandera de Taciru. Nosotros, en
cambio, llegábamos siempre a tiempo, ya sea que fuéramos desde el Oeste o desde
Capital; en el Gacel de la hermana de Guillermo, el Gol de la mamá de Juan, el
Fiat azul de la mamá de Fede B., nuestro fan número uno, siempre fumándose un
pucho al costado de la cancha, o en el Duna 1989 de mis viejos, que nos
obligaba a parar dos o tres veces a ponerle agua porque recalentaba. La clásica
parada, viniendo de Capital, era la Dapsa de Figueroa Alcorta, donde
comprábamos una lata de Coca con una moneda de un peso y un tubito de Pringles
para el camino; yo al Duna le ponía $10 de nafta y con eso hacíamos
Capital-Pilar-Capital y el tanque quedaba en cero para mi hermana.
El Duna se
calentaba siempre, Iván nunca. Siempre tranquilo, parsimonioso, con el tranco
largo que parecía más lento de lo que era. Cuando llegó Usuariaga a
Independiente, a Iván le empezamos a decir Palomo. Iba por un costado, amagaba
para adentro, iba para afuera dando un paso largo, y soplaba un centro. Alguna
vez era al revés y yo le tiraba el centro a él; me acuerdo de uno que me salió un poco bajo y el flaco tuvo que bajar en escalera a cabecearlo: Iván hizo una
palomita en cámara lenta, le dio con la frente cuando las rodillas llegaban al
piso y todos gritamos el gol.
En esos años
hacíamos todo juntos. Vacaciones, boliche, fútbol. Nos juntábamos a estudiar
aunque estudiáramos cosas distintas, pero nadie estudiaba nada. Prendíamos un
fuego, tirábamos algo a la parrilla, nada nos preocupaba. Fueron dos o tres
años que en la memoria parecen tanto más. Después comenzaron otras cosas,
llegaron otras novias, trabajos, planes. Él se recibió de ingeniero, se fue a
vivir a Tierra del Fuego, conoció a una chica, se casó, tuvo hijos. Mi último
recuerdo de él es de mi casamiento, hace más de 20 años. No estoy seguro si lo
volví a ver. Mis otros primos quedaron más en contacto, me contaban de él, de
sus hijos, de su vida. Nunca pude hablar en serio con Iván, entenderlo del
todo; salvo dentro de la cancha, nunca sabía para dónde podía salir. Salvo
dentro de la cancha, nunca pude conectar del todo. Y aunque sea un cliché, su
partida me hace pensar que hay algo de esa época, de esa falta de preocupación
por el futuro, que hay que rescatar. Preocuparse menos por cosas sin
importancia, buscar estar cerca de la gente que uno quiere, tirar centros para
que otro cabecee.
Hoy el Palomo
vuela en serio, y la banda negra que cruza los pechos de los que jugamos en
Taciru adquiere otro sentido.
Fer "perro" querido, que lindísimo homenaje al gran palomo.
ResponderEliminarAbrazo enorme para todos los que compartimos esos tiempos, especialmente a los primos.
Pablo L.
Gracias, Pablo. Abrazo.
EliminarMuy lindos recuerdos muy bien contados! Muy triste la partida del "Palomo" y muy duro momento para la familia!! Abrazo a todos los integrantes de Taciru a quienes recuerdo siempre con enorme cariño!! 🙏🙏🙏
ResponderEliminar¡Gracias!
EliminarGracias Perrito por hacernos revivir tan lindos recuerdos en este día. Iván, muy pocas veces te lo dije, pero te quiero flaco! Nos dejaste muy lindos recuerdos y así te vamos a llevar en nuestros corazones!
ResponderEliminarNos veremos en el futuro para volver a armar el Taciru tan lindo que compartimos! Anda preparando los timbos Palomo querido!
Snif...
EliminarQue lindas palabras para recordarlo, así fue su paso por el St. Leonards, callado y sencillo muy sencillo y como bien decís su risa entre callada y siempre dispuesto, gran deportista y gran estudioso. Impacta su partida y más de un ser tan noble pero de recuerdos uno se aferra para hacer liviana las partidas. Un fuerte abrazo para todos y que tenga gran viaje el Palomo!!!!!
ResponderEliminarPerdón, soy Humberto Foresti, camada 92 del St. Leonards.
EliminarGracias, Humberto. Abrazo.
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