Leí Dystopia. A Natural History, de Gregory Claeys porque, como les contaba, estoy leyendo distopías y organizando un taller para leer y comentar distopías: acá más información. La historia natural de las distopías de Claeys es una enormidad y, por momentos, al rastrear tan al pasado algunos de los componentes que suelen estar en las distopías, el argumento se deshilacha un poco. Pero es monumental y súper interesante en entender el género y cómo se relaciona con la política y los momentos históricos.
La primera
parte presenta “La teoría y prehistoria de la distopía”. Asocia a la distopía
con la modernidad y con un “pesimismo secular” (p. 4) y presenta las formas más
tradicionales del fenómeno: “la distopía política; la distopía ambiental; y,
finalmente, la distopía tecnológica, donde la ciencia y la tecnología
finalmente amenazan con dominar o destruir a la humanidad”, desde el holocausto
nuclear a la dominación de la inteligencia artificial. Aunque no toda distopía
es anti-utópica, desde el Terror jacobino al bolchevismo hay claras muestras de
cómo las utopías pueden derivar en su opuesto; en cómo la búsqueda del mejor de
los mundos puede dejarnos en el peor.
Un tema
crucial que analiza en esta parte Claeys es el de cómo los grupos pueden
terminar sofocando la libertad y permitiendo la violencia contra los externos. El
otro motivo clave de esta parte es el tema de la monstruosidad. En la mirada
cristiana, el diablo se convierte en el monarca de la distopía; pero
irónicamente, o no tanto, la verdadera distopía termina siendo el supuesto
combate que le presenta la Inquisición, que sería un ejemplo para los
despotismos modernos. La Inquisición proporciona “un claro paradigma para un
sistema extensivo de persecución basado en la obsesión dual con la fe y la herejía.
(…) se ha sugerido de manera plausible que el despotismo moderno se modeló
conscientemente en su mentalidad, identificando enemigos por y persiguiendo
meramente por la pureza de las ideas, infligiendo dolor en proporción a su
obsesión con la pureza, la lealtad y la unidad, y controlando el pensamiento
por principio” (p. 104).
En la
segunda parte, “Totalitarismo y distopía”, Claeys analiza los cuatro peores
regímenes de la humanidad y su relación con lo distópico. El punto crucial aquí
es el miedo, en “cómo los regímenes generalmente llamados ‘totalitarios’ usaron
el miedo para crear y mantener su poder”, en cómo la “psicología paranoide y
persecutoria de grupos distópicos” (p. 113) es central para explicar dichos
regímenes. Claeys trata primero a la Unión Soviética, que pasó de ser la
promesa de “la sociedad más perfecta jamás conocida” a “uno de los regímenes
más ignominiosos que haya jamás construido la humanidad” (p. 128).
Luego
analiza el nazismo, mucho menos totalitario internamente, pero quizás
igualmente o más totalitariamente con el “otro”. Su peor exponente es,
claramente, Auschwitz, con sus tres objetivos: “proporcionar trabajo de corto
plazo; quebrar la personalidad y deshumanizar a los prisioneros; y matarlos en
masa en las cámaras de gas” (p. 193). Sigue con China, donde siempre las
muertes se cuentan por millones, incluyendo el Gran Salto Adelante y la
Revolución Cultural. Y quizás el peor de todos, y el menos conocido en
Occidente, la Camboya de los Khmer Rouge: “Imagine un país entero en el que
todas las familias tuvieron al menos un asesinado, y quizás siete, ocho o más
parientes. Esa fue la catástrofe del régimen de Pol Pot en Camboya, el primer
‘auto-genocidio’ de la historia” (p. 219), en el que habrían muerto entre un
quinto y un tercio de la población en 5 años.
En
definitiva, Claeys define a la “distopía política despótica en términos de una
forma peculiar de la identidad grupal en la que la obsesión con la pureza de la
identidad se queda supeditada a una persecución obsesiva
de 'enemigos'. Esto generalmente se sustenta en una identidad milenarista
secular”. (p. 267)
La tercera
parte, “La revuelta literaria contra el colectivismo”, es una impresionante
revisión de la literatura distópica desde el siglo XVIII hasta el presente.
Dedica un capítulo (“Mecanismo, colectivismo y humanidad”) a analizar las
distopías previas a las distopías políticas despóticas, donde ve cuatro temas
principales: “el avance del revolucionarismo y el terror que implicaba; el potencial
desencadenamiento de inventos científicos y tecnológicos que resultarían más
destructivos que beneficiosos; la perspectiva de un control eugenésico sobre la
procreación y la familia; y la amenaza más generalizada de la mecanización como
algo intrínsecamente deshumanizante” (p. 271). Allí se destacan autores como H.
G. Wells y Aelfrida Tillyard (con Concrete, un
libro con muchas similitudes a Brave New World). En EE. UU., una utopía
colectivista a cargo de Bellamy despertó muchísimas distopías en respuesta. Y
hay un texto que muchos consideran como la primera novela distópica, The
Iron Heel, de Jack London.
La primera
guerra mundial produjo una crisis en la creencia en el progreso permanente de
la humanidad y, por las matanzas que permitió el avance de la tecnología
bélica, un temor en el potencial destructivo de las máquinas. También ayudó a
la llegada de la revolución bolchevique, que fue central al género, inspirando
a autores como Zamyatin, Huxley, Orwell y Rand. Tras la primera guerra mundial,
ya no era tan fácil hacer sátira, y “los escenarios de pesadilla son mucho más
realistas” (p. 355). We, de Yevgeny Zamyatin (1924) es una de las
principales y primeras distopías anti-utópicas, y un libro que intentaré leer,
con elementos de Orwell (un estado totalitario), pero también de Huxley (“la
utopía del placer como la distopía de la similitud”, p. 342).
Claeys
luego dedica un capítulo a Brave New World y otro a 1984, de los
que no voy a decir nada acá porque ya me dedicaré a ellos. Y concluye con un
capítulo sobre “Las distopías post-totalitarias”. Después de 1945 se destacan
cinco temas: la posibilidad de un holocausto nuclear, la de la degeneración
ambiental, los riesgos que surgen del progreso de la mecanización, la
degeneración cultural de las sociedades liberales y la ansiedad en relación con
la guerra contra el terrorismo (p. 447). Entre otras obras pasan por aquí Fahrenheit
451 (Ray Bradbury), Lord of the Flies (William Golding), A
Clockwork Orange (Anthony Burgess), The Handmaid’s Tale (Margaret
Atwood) y The Road (Cormac McCarthy). El colectivismo político pierde
espacio frente los impactos de la tecnología, el aumento poblacional y la
degradación ambiental, además de surgir con más fuerza el tema del género.
¿Para qué
sirve el género distópico? En comparación con tratados o narrativas históricas,
lo que la literatura logra es “hacer que nos lleguen experiencias a nivel
individual y emocional que carecen de sentido cuando quedan perdidas en el
anonimato de la narrativa histórica” (p. 269). Y los temas que analiza cambian,
porque cambian los temas que nos preocupan.
“La
distopía literaria, nacida primero como reacción al revolucionarismo popular,
llegó a satirizar los excesos de la explotación capitalista, las proyecciones
de una civilización centrada en la máquina y los extremos de la ambición
utópica. (...) La confluencia de la Primera Guerra Mundial y el bolchevismo dio
inicio a la unión de los temores al culto a la tecnología y al colectivismo
político extremo que asociamos por primera vez con We, de
Zamiatin. Los principales autores posteriores (…) reconocieron la centralidad
tanto del grupismo como de la tecnofilia en la opresión moderna. (...) Después
de 1945, las visiones del Apocalipsis a menudo incluían armas atómicas. Los
robots, la vigilancia y la dominación corporativa también cobraron una
importancia cada vez mayor. Luego, el colapso medioambiental pasó a primer
plano. (...) la distopía define cada vez más el espíritu de nuestra época” (p.
498). Y por eso, y porque se ven cosas preocupantes en el futuro (y en el
presente), Claeys concluye diciendo que es un género al que le ha llegado su
hora.
Originales
de las citas usadas
“three main, if often
interrelated, forms of the concept: the political dystopia; the environmental
dystopia; and finally, the technological dystopia, where science and technology
ultimately threaten to dominate or destroy humanity” (p. 4).
“Lasting from the
twelfth through the eighteenth centuries, the papal and even more the Spanish
‘Inquisitions’ (from the Latin, to search) provide a clear paradigm for an
extensive system of persecution based upon the dual obsession of faith and
heresy. (…) it has been plausibly suggested that modern despotism was
consciously modelled on its mentality, identifying enemies by and persecuting
merely for the sake of the purity of ideas, inflicting pain in proportion to
its obsession with purity, loyalty, and unity, and controlling thought on
principle” (p. 104).
“In both history and
literature, ‘dystopia’ has been most frequently identified with the colossal
tragedies of twentieth-century despotism. (…) This chapter focuses on how the
regimes usually termed ‘totalitarian’ used fear to create and maintain their
power, and how this fear became so extreme and so destructive. (…) Its aim is
to establish how the paranoid, persecutory psychology of dystopian groups
outlined in the Introduction here, and, in particular, expressions of secular
religiosity, provide key insights into the mentality of these regimes and
movements” (p. 113).
“For a time, the
Revolution shone as a great beacon of freedom against despotism, and a logical
extension of the American and French struggles for liberty. It symbolized the
faith in which much of the vibrant idealism of the twentieth century was
invested, and promoted the most potent secular religion of the epoch. Its
promise was that of the most perfect society ever known (…) an immensely noble
experiment degenerated into one of the most ignominious regimes humanity has
ever constructed” (p. 128).
“The camp system at
Auschwitz had three interwoven purposes: to provide short-term labour; to break
down personality and dehumanize the inmates; and to kill them en masse in the
gas chambers” (p. 193).
“Imagine an entire
nation in which every family has had someone murdered—perhaps seven or eight
relatives or more. That was the catastrophe of the Pol Pot regime in Cambodia,
the world’s first ‘auto-genocide’”. (p. 219).
“We have defined the
despotic political dystopia here in terms of a peculiar form of group identity
in which an obsession with purity of identity becomes contingent upon an
obsessive pursuit of ‘enemies’. This is usually underpinned by a secular
millenarian identity” (p. 267).
“We commence with the
nineteenth-century literary dystopia. This was dominated by four themes: the
progress of revolutionism and the terror it implied; the potential unleashing
of scientific and technological inventions which would prove more destructive than
not; the prospect of a eugenic control over parenthood and the family; and the
more generalized threat of mechanization as intrinsically dehumanizing” (p. 271).
“One of the most
obvious changes in dystopian literature after World War I is the seriousness of
moral tone evident after 1918. Running through the 1930s, this makes lighter
satire more difficult, and indicates that prophetic warnings of real
nightmarish scenarios are much more realistic than the imaginative projections
of the pre-war period” (p. 355).
“the utopia of
pleasure is the dystopia of similarity” (p. 342).
“But what does
imaginative literature, which projects horrifying or disastrous conditions, do
that political tracts or historical narratives cannot? (…) Literature often
does this by bringing home at the individual, emotional level experiences
which, writ large, are meaningless when lost in the anonymity of historical
narrative” (p. 269).
“the literary
dystopia, first born as a reaction to popular revolutionism, came to satirize
the excesses of capitalist exploitation, the projections of machine-centred
civilization, and the extremes of utopian ambition. (…) The coalescence of
World War I and Bolshevism began the wedding of the fears of technology worship
and extreme political collectivism which we first associate with Zamyatin’s We.
The leading subsequent authors of literary dystopias, notably Huxley, Orwell,
and Skinner, all recognized the centrality of both groupism and technophilia to
modern oppression. (…) After 1945, visions of Apocalypse often involved atomic
weapons. Robots, surveillance, and corporate domination also loomed ever
larger. Then environmental collapse moved to the forefront. (…) Dystopia thus
describes negative pasts and places we reject as deeply inhuman and oppressive,
and projects negative futures we do not want but may get anyway. In so doing it
raises perennial problems of human identity. Shall we be monsters, humans, or
machines? Shall we be enslaved or free? Can we be ‘free’ or only conditioned in
varying degrees? Shall we preserve our individuality or be swallowed by the
collective? (…) dystopia increasingly defines the spirit of our times” (p. 498).