lunes, 14 de mayo de 2012

Una novela así de chiquitita



“Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura”.

Así empieza Bonsái, la primera novela del chileno Alejandro Zambra. Eso leí en el andén el jueves pasado a eso de las once de la mañana. Me había quedado en casa terminando un informe y llegué al andén justo para llegar a una reunión en pleno centro a las 12:00. Por los altoparlantes avisaron que había habido un accidente en Belgrano, por lo que el próximo tren llegaría sólo hasta Núñez. Pensé en ir hasta la avenida y tomarme el 60, pero el 60 tardaría una eternidad. Llamé a mi mujer para ver si ya había llegado de vuelta a casa con el auto pero no, tardaría unos quince minutos más. Me tomo el tren hasta Núñez y de ahí un taxi hasta el subte D, pensé. Avisé por mensaje de texto que llegaría entre 12:30 y 12:45.

Al rato llegó el tren y yo seguí leyendo la primera novela de este poeta chileno. Me gustaba. Seguía leyendo, a pesar de los ruidos del tren, de tener Twitter en el celular y de tantas cosas más que luchan por nuestra atención. Cada capítulo estaba perfectamente armado, cada oración hilaba con la anterior, como en la cita de arriba: usando repeticiones y encadenamientos cada palabra llevaba a la otra.

Yo, mientras, encadenaba la lectura. Al llegar a Rivadavia el tren estuvo entre cinco y diez minutos detenido en el andén. Interrumpió mi lectura un guarda avisando que el tren iría sólo hasta Belgrano. Genial, pensé, gané una estación: de ahí puedo caminar hasta el subte. Volvió a interrumpir la lectura mi mujer: había llegado a casa y quería ver si yo avanzaba hacia la reunión o no. Al llegar a Belgrano interrumpí nuevamente la lectura; bajé, caminé hasta el subte y volví a leer. Hice conexión en 9 de Julio, volví a esperar en un andén, volví a subirme a un vagón y al llegar a estación Florida de la línea B todo había terminado. Julio seguía igual, en un limbo literario, laboral y emocional, como en el epígrafe de Yasunari Kawabata elegido por el autor: “Pasaban los años, y la única persona que no cambiaba era la joven de su libro.” La única diferencia era que Julio quería hacer un bonsái: algo chiquito que tarda mucho tiempo y trabajo hacer, como una novela que se lee en un viaje al centro. Emilia, efectivamente, se había muerto y la novela se terminó mientras el subte llegaba a destino.

Salí de la estación, caminé dos cuadras, subí un ascensor y toqué el timbre en la oficina donde tenía mi reunión. Mientras esperaba que me abrieran la puerta miré la hora en mi celular: eran las 12:43.

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