“Al final ella muere y él
se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la
muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que
él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final
Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura”.
Así empieza Bonsái, la primera
novela del chileno Alejandro Zambra. Eso leí en el andén el jueves pasado a eso
de las once de la mañana. Me había quedado en casa terminando un informe y
llegué al andén justo para llegar a una reunión en pleno centro a las 12:00. Por
los altoparlantes avisaron que había habido un accidente en Belgrano, por lo
que el próximo tren llegaría sólo hasta Núñez. Pensé en ir hasta la avenida y
tomarme el 60, pero el 60 tardaría una eternidad. Llamé a mi mujer para ver si
ya había llegado de vuelta a casa con el auto pero no, tardaría unos quince
minutos más. Me tomo el tren hasta Núñez y de ahí un taxi hasta el subte D,
pensé. Avisé por mensaje de texto que llegaría entre 12:30 y 12:45.
Al rato llegó el tren y yo
seguí leyendo la primera novela de este poeta chileno. Me gustaba. Seguía
leyendo, a pesar de los ruidos del tren, de tener Twitter en el celular y de
tantas cosas más que luchan por nuestra atención. Cada capítulo estaba
perfectamente armado, cada oración hilaba con la anterior, como en la cita de
arriba: usando repeticiones y encadenamientos cada palabra llevaba a la otra.
Yo, mientras, encadenaba la
lectura. Al llegar a Rivadavia el tren estuvo entre cinco y diez minutos
detenido en el andén. Interrumpió mi lectura un guarda avisando que el tren
iría sólo hasta Belgrano. Genial, pensé, gané una estación: de ahí puedo
caminar hasta el subte. Volvió a interrumpir la lectura mi mujer: había llegado
a casa y quería ver si yo avanzaba hacia la reunión o no. Al llegar a Belgrano
interrumpí nuevamente la lectura; bajé, caminé hasta el subte y volví a leer.
Hice conexión en 9 de Julio, volví a esperar en un andén, volví a subirme a un
vagón y al llegar a estación Florida de la línea B todo había terminado. Julio
seguía igual, en un limbo literario, laboral y emocional, como en el epígrafe de
Yasunari Kawabata elegido por el autor: “Pasaban los años, y la única persona
que no cambiaba era la joven de su libro.” La única diferencia era que Julio quería
hacer un bonsái: algo chiquito que tarda mucho tiempo y trabajo hacer, como una
novela que se lee en un viaje al centro. Emilia, efectivamente, se había muerto
y la novela se terminó mientras el subte llegaba a destino.
Salí de la estación, caminé
dos cuadras, subí un ascensor y toqué el timbre en la oficina donde tenía mi reunión.
Mientras esperaba que me abrieran la puerta miré la hora en mi celular: eran
las 12:43.
Me diste ganas de leerla!!
ResponderEliminar¡Eso es muy bueno!
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