martes, 13 de noviembre de 2012

El piso 18














El flaco se sentó en el lugar que más le gusta del subte, en las filas de tres del final del vagón, pegado a la pared y enfrente de las puertas que se abren, algo que sólo se logra en la estación terminal y fuera de hora pico. En la punta derecha de la fila había un señor de saco y el lugar del medio estaba vacante. El flaco abrió el libro y se puso a leer, pero sólo avanzó un párrafo cuando vio una sombra con su ojo derecho. Un señor con un bastón en la mano trataba de acomodarse en el lugar del medio, al lado del flaco. El flaco puso a disposición su mano para que el señor se apoyara en ella al sentarse pero el señor no la usó. Apenas estuvo sentado el viejo miró para su izquierda y dijo “el beneficio de ser flaco”, riendo; el flaco desplegó una sonrisa amable y siguió leyendo.
_ ¿Qué estás leyendo?
_ Un libro de un tipo al que le gustaban muchos los animales.
_ ¿Cómo?
_ Sí, al tipo le gustaban los animales así que escribió un libro que se llama “Mi familia y otros animales”.
El señor se rió y el flaco siguió, con el libro en su mano izquierda, el dedo índice marcando la hoja donde había dejado: “hay que escribir de lo que a uno le gusta y hay que hacer lo que a uno le gusta”, dijo el flaco.
_ Claro. ¿Yo de qué escribiría…? De abogados podría escribir – dijo el viejo.
_ Pero ¿qué? ¿Le gustan los abogados?
_ No, no, para nada, dicen que en el cielo no hay uno solo… que están todos en el infierno.
_ Entonces escriba otra cosa, hombre, no se haga mala sangre – dijo el flaco, y el señor cambió el ángulo de la conversación.
_ Qué bueno que un joven se tome el tiempo de hablar con un viejo. Eso ya no pasa.
El flaco cerró el libro y puso el marcador en la página que venía marcando con el índice.
_ ¿Y usted qué le diría a los pibes? Porque yo soy más chico que usted pero ya tengo hijos… no soy tan pibe.
_ ¿Qué le diría? Que lo importante es la honradez y el trabajo.
_ La honradez y el trabajo… Está muy bien. ¿Y usted trabaja…? Disculpe, ¿cómo es su nombre?
_ Conti. Mi nombre es Luis Conti. Y sí, claro que sí, trabajo. Tengo 76 años, bah, cumplo 76 años el 7D. Y reparo equipos de cardiología.
_ Uh, ¡qué importante! – dijo el joven.
_ Hasta el pelo más fino hace una sombra en este mundo – dijo Luis, riendo, y golpeando suavemente su bastón de caña contra el piso del subte. Las estaciones pasaban y en Diagonal Norte subió una rubia hermosa, con una pollera corta y una remera ajustada. Luis la miró de arriba a abajo, suspiró y balbuceó su aprobación. Cada tanto la rubia miraba la conversación que tenía enfrente, tratando de entender. El flaco también miraba, pero no buscaba comprender.
_ Claro que trabajo. Ahora vengo de Villa Ballester y me voy a San Vicente. La pierna no me molesta – dijo, mientras subía unos centímetros sus bermudas y se tocaba una inmensa cicatriz en la rodilla derecha – aunque tengo un implante de titanio. La artrosis me destruyó la rótula y mi hija consiguió que me pusieran el implante, ¿mirá? – dijo, mientras recorría la cicatriz con la yema del dedo índice.
_ ¡De titanio! – dijo el flaco, fingiendo sorpresa.
_ Claro. Mirá – siguió Luis – yo soy peronista pero no soy tonto. En una época trabajé con un muchacho que era hijo del secretario privado del Secretario de Economía de Perón. Del Pocho nunca me dijo nada; yo le preguntaba y no me decía nada; pero de Evita me dijo que era trabajadora y honesta y una gran persona.
_ Luis, me tengo que ir, me bajo acá – dijo el flaco cuando el tren entraba a la estación Moreno.
_ ¿Pero por qué?
_ Es mi estación, trabajo acá.
_ ¿Pero qué hacés? ¿Trabajás en el piso 18?
El flaco ya se había parado y le dio la mano a Luis. La rubia seguía mirando sin entender. El flaco, ya encaminado hacia la puerta, se dio vuelta y mintió, guiñando el ojo: “no, no; trabajo en el 25”.
_ Ah, el 25... - dijo Luis, mientras la puerta se cerraba.

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