En la alfombra roja pasan los
actores famosos con sus peinados lustrosos y sus sacos de lino. Van de la mano
de rubias plásticas con piernas formidables, con pechos que explotan, con
sonrisas que no contagian. En la alfombra roja pasan ellos y ellas, sin mirar,
sonriendo a los flashes que dicen odiar, amando ese odio. No pueden ver la
alfombra, el rojo, enceguecidos por los flashes, por la fama, por el odio, por
el apuro de llegar a ningún lado porque llegaron a donde querían, a esa
alfombra que no ven.
Yo no subo a la alfombra roja, no.
No quiero, no quise y no podría, creo. Yo camino por las baldosas de mi barrio,
y mi hija grita que las grises son lava, saltá, papá, saltá que te quemás, y yo
salto y sonrío. A veces tenemos también alfombras en mi barrio. No son rojas.
Son verdes o amarillas o lilas. Y cambian. Porque nuestra vida cambia. Y vemos
esos cambios, porque no hay flashes que nos enceguezcan, porque tenemos los
ojos despiertos, porque estamos abiertos, a sentir, a vivir y respirar y oler y
tocar y mirar, mientras estemos en este lugar.
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