La primera vez
que leí The Road, de Cormac McCarthy, fue hace muchos años. Recuerdo
que me impresionó mucho, que me angustió, que me encantó. Después recuerdo
tener el impulso de releerla en pandemia y de inteligentemente decidir no
hacerlo. No estaba el horno para bollos. La volví a leer hace un mes en el
marco del taller de lectura de novelas distópicas que coordiné: lloré. Y la
volví a leer la semana pasada preparando la sesión sobre The Road y volví
a llorar. Es una novela fuerte y bien lograda: si te conmueve en una tercera lectura
claramente lo es.
El planteo
es así: un padre de edad y nombre no especificados y su hijo de unos diez años
buscan sobrevivir en un mundo postapocalíptico, trasladándose por una carretera
hacia el mar y hacia el sur buscando escapar del frío.
El mundo es tremendo; ha pasado algo no especificado –holocausto nuclear,
meteorito, terremotos, una combinación de estos u otros desastres– que ha
convertido al mundo en un páramo: todo el mundo se quemó, todo está muerto,
yermo, no hay pasto, no hay animales, y la mayor parte de la humanidad ha
muerto. Los que sobrevivieron, en su mayoría, se han convertido en bárbaros,
casi zombies: asesinos, esclavizadores, caníbales. El padre intenta preservar la
vida y la humanidad de su hijo, a pesar de que muchas veces preferiría estar
muerto.
El argumento es básico. Nos encontramos con nuestros héroes muy cerca del final de su recorrido de diez años, y se topan con una serie de aventuras (sobre todo, hombres que tratan de matarlos, robarles o esclavizarlos) y con las demandas más obvias y directas: encontrar comida, hacer un fuego, construir un refugio. Dice Michael Chabon que es un libro que entrecruza las dos grandes vertientes de la literatura de McCarthy: que es un libro de terror, del gótico sureño, como en su fase inicial de los Apalaches (leí Child of God, Suttree, Blood Meridian, The Gardener’s Son); y un libro de aventuras como en su fase de la frontera (leí All the Pretty Horses, The Crossing, Cities of the Plain, No Country for Old Men). La descripción de los horrores de ese mundo es ciertamente tremenda, con la poética gótica de Blood Meridian, quizás la obra maestra de McCarthy.
La gran
diferencia con las otras novelas distópicas que leímos para el taller (Huxley, Orwell, Bradbury
y Atwood) es que aquí, en vez de un exceso de poder, de un estado totalitario o
un gobierno que coarta la libertad del hombre, tenemos su opuesto: la falta
total de poder estatal. Es un estado de naturaleza hobbesiano, pero donde,
además, la naturaleza ha sido destruida. No hay sociedad ni naturaleza. Hobbes describía la vida del hombre en
un estado así como pobre, tosca y breve. Esta es una buena manera de ver el gran valor de
la literatura distópica: una novela no te explica un mundo así, te lo hace vivir; Leviatán
es un libro poderoso, pero difícilmente te haga llorar.
El gran
tema es, claro, la relación padre e hijo, el esfuerzo del padre por transmitir
algo: la vida, una serie de valores, aunque sean tan limitados como “no comerás
humanos”, la civilización misma. El padre sufre todo el tiempo: por su propia
enfermedad, por el miedo a la muerte propia y de su hijo, y por el mundo que se
perdió y que parece imposible recuperar. Es lo que hacemos los padres: sufrir.
Y el padre transforma ese sufrimiento, y esa necesidad de transmisión, en una misión
casi religiosa. La novela está plagada de lenguaje religioso y de referencias
religiosas, y el propio padre le da una descripción mística al hijo sobre lo
que están haciendo: no es simplemente sobrevivir, sino seguir siendo parte de “los
buenos”, “the good guys”, y seguir llevando el fuego, “carrying the
fire”. Como en Bradbury, el fuego es lo que destruye y es la tecnología
básica de la humanidad e, incluso, una metáfora.
No me arrepiento ni un poquito de haber ya leído tres veces este libro, y la probabilidad de que lo vuelva a leer es muy alta.

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