lunes, 1 de diciembre de 2025

Estado de naturaleza

 


La primera vez que leí The Road, de Cormac McCarthy, fue hace muchos años. Recuerdo que me impresionó mucho, que me angustió, que me encantó. Después recuerdo tener el impulso de releerla en pandemia y de inteligentemente decidir no hacerlo. No estaba el horno para bollos. La volví a leer hace un mes en el marco del taller de lectura de novelas distópicas que coordiné: lloré. Y la volví a leer la semana pasada preparando la sesión sobre The Road y volví a llorar. Es una novela fuerte y bien lograda: si te conmueve en una tercera lectura claramente lo es.

El planteo es así: un padre de edad y nombre no especificados y su hijo de unos diez años buscan sobrevivir en un mundo postapocalíptico, trasladándose por una carretera hacia el mar y hacia el sur buscando escapar del frío. El mundo es tremendo; ha pasado algo no especificado –holocausto nuclear, meteorito, terremotos, una combinación de estos u otros desastres– que ha convertido al mundo en un páramo: todo el mundo se quemó, todo está muerto, yermo, no hay pasto, no hay animales, y la mayor parte de la humanidad ha muerto. Los que sobrevivieron, en su mayoría, se han convertido en bárbaros, casi zombies: asesinos, esclavizadores, caníbales. El padre intenta preservar la vida y la humanidad de su hijo, a pesar de que muchas veces preferiría estar muerto.

El argumento es básico. Nos encontramos con nuestros héroes muy cerca del final de su recorrido de diez años, y se topan con una serie de aventuras (sobre todo, hombres que tratan de matarlos, robarles o esclavizarlos) y con las demandas más obvias y directas: encontrar comida, hacer un fuego, construir un refugio. Dice Michael Chabon que es un libro que entrecruza las dos grandes vertientes de la literatura de McCarthy: que es un libro de terror, del gótico sureño, como en su fase inicial de los Apalaches (leí Child of GodSuttree,  Blood Meridian, The Gardener’s Son); y un libro de aventuras como en su fase de la frontera (leí All the Pretty Horses, The Crossing, Cities of the PlainNo Country for Old Men). La descripción de los horrores de ese mundo es ciertamente tremenda, con la poética gótica de Blood Meridian, quizás la obra maestra de McCarthy.

La gran diferencia con las otras novelas distópicas que leímos para el taller (Huxley, Orwell, Bradbury y Atwood) es que aquí, en vez de un exceso de poder, de un estado totalitario o un gobierno que coarta la libertad del hombre, tenemos su opuesto: la falta total de poder estatal. Es un estado de naturaleza hobbesiano, pero donde, además, la naturaleza ha sido destruida. No hay sociedad ni naturaleza. Hobbes describía la vida del hombre en un estado así como pobre, tosca y breve. Esta es una buena manera de ver el gran valor de la literatura distópica: una novela no te explica un mundo así, te lo hace vivir; Leviatán es un libro poderoso, pero difícilmente te haga llorar.

El gran tema es, claro, la relación padre e hijo, el esfuerzo del padre por transmitir algo: la vida, una serie de valores, aunque sean tan limitados como “no comerás humanos”, la civilización misma. El padre sufre todo el tiempo: por su propia enfermedad, por el miedo a la muerte propia y de su hijo, y por el mundo que se perdió y que parece imposible recuperar. Es lo que hacemos los padres: sufrir. Y el padre transforma ese sufrimiento, y esa necesidad de transmisión, en una misión casi religiosa. La novela está plagada de lenguaje religioso y de referencias religiosas, y el propio padre le da una descripción mística al hijo sobre lo que están haciendo: no es simplemente sobrevivir, sino seguir siendo parte de “los buenos”, “the good guys”, y seguir llevando el fuego, “carrying the fire”. Como en Bradbury, el fuego es lo que destruye y es la tecnología básica de la humanidad e, incluso, una metáfora.

No me arrepiento ni un poquito de haber ya leído tres veces este libro, y la probabilidad de que lo vuelva a leer es muy alta.