Se sentó muy pancho él, más que aquel otro en el tren, en las butacas suaves y azules de la
línea C. Estamos en Retiro y la señora de enfrente lee su copia de La Razón (La
Razón a voluntad diario, dicen los chicos en el pasillo), sin importarle que un
metro más allá él está tirado ahí, cómodo, calentito. Hasta que llega la
maquinista de Metrovías, que se parece a tu tía Elvira, con rulos, con color de
pelo de peluquería, con su culo rebalsando el pantalón gris del uniforme. “Dale,
che, tenés que bajar”, le dice al perro, que la mira sin decir nada y que ante
el tercer empujón suave se baja de la butaca y del vagón y camina por el andén.
“Tres veces lo bajé ya”, dice la tía Elvira a nadie en particular, a todos
juntos, para acompañarse en el ridículo que siente por estar bajando a un pobre
perro del subte. La veo en el andén a la tía Elvira, empujando al perro para la
punta, con la esperanza de que no vuelva a subirse a su tren mientras los
pasajeros siguen subiendo y yo me acuerdo de esta canción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario