lunes, 20 de octubre de 2025

El hombre lobo del hombre

 


La primera vez que leí 1984 yo era adolescente y no lo pude terminar; no pude pasar las escenas de tortura. La segunda vez, que no recuerdo cuando fue, me impresionaron las ideas, la capacidad de mostrar con tanta claridad a través de una novela todo lo que está mal en un régimen totalitario. La tercera vez, que fue estos días –más bien diría que la tercera y la cuarta, porque lo releí hace unos meses y lo repasé la semana pasada para el taller de novelas distópicas– me impresionó lo bien escrito que está. Orwell, de quien leímos en este blog Animal Farm y Keep the Aspidistra Flying, escribía muy bien.

En 1984, como muchos sabrán, Orwell inventa un mundo en el que hay tres super estados totalitarios permanentemente en guerra. Uno de ellos, el que incluye a Inglaterra, está dominado por el Partido, IngSoc, o Socialismo Inglés, que controla prácticamente todo. La novela retrata la rebelión totalmente insignificante y fallida de un hombre bastante insignificante y fallido, Winston Smith, rebelión que sabemos desde el primer momento que está destinada a fracasar estrepitosamente. Así y todo, la novela nos atrapa, y nos sorprende el nivel, la forma y la completitud de ese fracaso.

El primer párrafo fija el tono: “Era un luminoso día frío de abril y los relojes marcaban las tres. Winston Smith, su pera hociqueando su pecho intentando escapar al viento vil, se escurrió rápidamente por las puertas de vidrio de las Mansiones de la Victoria, pero sin la suficiente velocidad para prevenir que un remolino de polvo entrara junto con él” (p. 3). De ahí en más, la descripción de la vida de Londres bajo un régimen soviético será permanentemente oscura. Como dice Gregory Claeys en su Dystopia. A NaturalHistory, “Pocos autores retratan la miseria como Orwell” (p. 410). Una de mis preferidas es la descripción del horripilante Gin Victoria: “Winston agarró su taza de gin, pausó por un instante para juntar valor, y engulló la sustancia de gusto oleoso. Después parpadear hasta sacar de sus ojos las lágrimas descubrió de pronto que tenía hambre” (p. 53).

Por momentos es un libro realmente deprimente, pero hay señales no menores de que no toda esperanza está perdida. Y lo que es importante recordar es que Orwell no escribió esto como una profecía, sino como una advertencia. Algo como esto puede ocurrir en prácticamente cualquier lado si aceptamos la mentira, las restricciones a las libertades de prensa y expresión y si descartamos la importancia del sentido común y la decencia. En ese sentido, cumple con unos de los objetivos más loables de la novela distópica, el de abrir los ojos antes los peligros que la humanidad supone para sí misma.

 

Originales de las citas

“It was a bright cold day in April, and the clocks were striking thirteen. Winston Smith, his chin nuzzled into his breast in an effort to escape the vile wind, slipped quickly through the glass doors of Victory Mansions, though not quickly enough to prevent a swirl of gritty dust from entering along with him” (p. 3).

“Few writers do squalor better than Orwell” (p. 410).

“Winston took up his mug of gin, paused for an instant to collect his nerve, and gulped the oily-tasting stuff down. When he had winked the tears out of his eyes he suddenly discovered that he was hungry.” (p. 53)

lunes, 13 de octubre de 2025

Vigencia de un clásico


Volví a leer, después de mucho tiempo, Brave New World, de Aldous Huxley. Es un libro rarísimo. En una primera lectura parece sencillo, pero creo que si profundizás un poco te das cuenta de que es mucho más complejo, menos claro.

Para quienes no lo tengan en la cabeza, la historia es más o menos así. Estamos en el año 2540 y el mundo es totalmente nuevo. La sociedad antigua, regida por la ciencia y la industrialización, terminó en una guerra que hizo reconsiderar todo. Aunque no nos explican cómo sucedió, sabemos que hay un estado mundial, con diez controladores burocráticos: no hay política. Su lema es comunidad, identidad, estabilidad, pero su objetivo es sobre todo la estabilidad. La población se redujo a 2.000 millones de personas, y la reproducción humana ya no es sexual, sino toda in vitro, con un condicionamiento genético y psicológico totalmente controlado que crea un sistema de castas perfecto donde todos hacen lo que quieren y nadie quiere lo que no puede hacer: se trabaja poco y se promueve y se espera el consumismo y la promiscuidad sexual. Lo colectivo es todo, el individuo nada. Y cuando algo falla está soma, una droga sintética perfecta que es repartida por este estado mundial. En teoría, todos deberían estar satisfechos, pero para quienes mantienen algún atisbo de individualidad hay no cárceles o campos de concentración, sino islas alejadas en donde pueden ir con toda su neurosis, que parece haber sido desterrada para todos menos algunos pocos.

Es un mundo feliz. El título es una traducción de un parlamento de Miranda en La Tempestad, de Shakespeare quien, viendo a extraños por primera vez llegar a su isla alejada, dice: “O wonder! / How many goodly creatures are there here! How beauteous mankind is! / O, brave new world / That has such people in ’t!” Vi traducciones donde se pone “gran mundo nuevo”, “espléndido mundo nuevo” y hasta “valiente mundo nuevo”, pero nunca feliz. ¿Está bien? ¿Está mal? Se pierde la alusión a Shakespeare, pero no está mal porque la felicidad es, en teoría, el objetivo y el éxito del estado mundial.

Pero claro, pasaron cosas. En este contexto Huxley pone una trama en la que ese mundo se choca con un remanente de los viejos tiempos. Un remanente raro, porque en una reserva indígena hay un tipo que es hijo de dos personas que estaban de visita desde el nuevo mundo y que fue criado allá, a la antigua, con una madre, pero rodeado de indígenas. John no era ni de acá ni de allá. Y se crio con una copia de las obras completas de Shakespeare, que moldean un poco su personalidad, más del viejo mundo que del nuevo. La trama no es mucha cosa –ningún personaje tiene mucho arco narrativo– y ni siquiera es claro quién es el personaje principal, tanto que el libro no parece una novela, o falla como novela. Pero igual uno quiere leer para ver qué pasa con ese mundo.

La forma tampoco es muy especial. En general, es un libro sobre explicado, donde me cuentan mucho en vez de mostrarme cosas; y no tiene una poética especial, con un lenguaje quizás más de ensayo que de ficción. Y sí, a veces es un poco aburrida y los personajes son planos, sin que uno se pueda identificar demasiado con ellos. Sí tiene, a mi humilde entender, dos momentos narrativos más fuertes, en los dos momentos climáticos, y en ambos el personaje principal es Shakespeare. En el capítulo XIII John insulta a otro personaje usando todas citas del bardo; y en el capítulo final cavila de la misma manera sobre el sentido de la vida y de la muerte. No sólo es interesante y bello, y no sólo me dio ganas de leer todo Shakespeare: también es un comentario de cuánto importa el lenguaje en la forma que pensamos y sentimos.

Así y todo, sigue siendo un libro interesante y, hasta cierto punto, vigente. Publicado en 1932, Huxley lo escribió contra muchas cosas a la vez, y a veces de forma contradictoria: lo escribió contra los valores victorianos, pero también contra el consumismo, la vulgaridad y la mentalidad de grupo que vio en su viaje a EE. UU. en 1926; está escrito contra el mundo científico-industrial que deja al hombre sin posibilidad creativa, “la máquina”, incluyendo acá los esfuerzos soviéticos por industrializarse; contra la eugenesia y la propaganda totalitaria. Aunque muchas de estas cosas suenan viejas, están también vigentes: la propaganda se llama redes sociales, la máquina se llama inteligencia artificial, etc.

Hay utopías y distopías que se plantean claramente como tales, aunque hay algunas utopías planteadas como utopías (empezando por la propia Utopía de More) que otros pueden pensar distópicas. Mi impresión es que Huxley no sabía. Como dice Margaret Atwood en la introducción a mi copia: Brave New World es “o bien una utopía mundial perfecta o su opuesto desagradable, una distopía, dependiendo de tu punto de vista”. Y en la otra introducción Henry Bradshaw dice que probablemente el mismo Huxley “no estaba seguro en su propia mente si estaba escribiendo una sátira, una profecía o un plan” (p. xxiv). Cuando vemos las posibilidades tecnológicas hoy, desde la genética hasta la IA, es posible ver un mundo no tan distinto a este, como así también mundos mucho peores que este. Casi cien años después, con todas sus fallas como novela, Brave New World sigue dando mucho que pensar.

 

Originales

‘either a perfect world utopia or its nasty opposite, a dystopia, depending on your point of view’ (p. ix).

Probably Huxley “was unsure in his own mind whether he was writing a satire, a prophecy or a blueprint” (p. xxiv).

lunes, 6 de octubre de 2025

Efímera fragilidad


Leí Los nuevos, de Pedro Mairal, y tuve esa sensación hermosa que le pasa, cada tanto, a un lector, de no querer dejar un libro y al mismo tiempo sufrir porque sabe que si sigue con ese ritmo el libro va a durar muy poco. Me duró muy poco. De Mairal leí casi todo, y Los Nuevos está ahí bien arriba en el ranking. Diría que tercero, después de El año del desierto y Salvatierra. Quizás antes de Salvatierra. Después vendrían: El gran surubí, Pornosonetos, El equilibrio, La uruguaya, Una noche con Sabrina Love, Maniobras de evasión, Breves amores eternos Esta historia ya no está disponible, en ese orden.

Los nuevos es una novela sobre la adolescencia, construida con las historias de tres amigos del secundario que, expulsados un poco por el mundo adulto, encuentran su camino uniendo fuerzas. Los tres comparten problemas con las madres: Bruno no se habla con la suya, Pilar es prácticamente abandonada por la propia y Thiago sufre la muerte de la única de las tres que parecía tener un vínculo más o menos bueno con el hijo. Los padres no andan mucho mejor: muerto el de Pilar, ocupado con su nueva novia el de Thiago y temeroso de enfrentar a la madre el de Bruno.

Mairal construye esta historia, esta relación, este triángulo sobre el que construyen su salida estos chicos, con el fuego de Thiago, la nieve de Bruno y la tierra de Pilar, quien cruza un par de veces de Recoleta a José C. Paz en busca de alguien que la proteja. La construye pasando de primeras personas a terceras primeras y hasta con secciones donde juega con los puntos de vista y las personas, riéndose un poco del dispositivo. Sufrimos todo el tiempo con estos chicos desamparados, como todos los adolescentes, aunque quizás más en este caso. Imposible no pensarme a mí como padre de adolescentes –me reí mucho cuando Thiago relata el rant de su padre en un auto, y lo imagina como un rap, me reí y la sufrí un poco, claro–, pero también recordando al adolescente que fui y esas pequeñas situaciones donde, como dice Bruno por ahí, “Se puede de repente ir todo carajo, ¿no, papá?” (p. 165).

Y la construye con humor; con música, con gustos, con sabores y con humor. Los chicos sufren, toman distintas drogas, tienen sexo y miran el sexo hipócrita de los adultos, sueñan, sufren. Y nos da ganas de abrazarlos, como se da cuenta Pilar al final (¿se da demasiado cuenta? ¿Explica demasiado esa escena final? Me imagino al Mairal tallerista diciendo que quizás en este caso menos es más, aunque sea hermosa esa escena final), pero nosotros nos divertimos.

Los nuevos es una novela hermosa y divertida sobre un momento muchas veces duro y feo de la vida, ese momento en lo que todo parece frágil y efímero, y un llamado a cuidar a los nuevos, a esos que siguen llegando y viviendo una y otra vez lo mismo, aunque sea de maneras únicas en cada generación y en cada caso.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Poética de Tinder

 


Leí Match, de Pablo Ottonello, de quien también leímos Quiero ser artista (2015) y Veteranos de la guerra del día (2018). En el apunte de lectura del primero yo decía que vamos a leer mucho de Pablo. Y en la dedicatoria que me hizo del segundo él escribió “Para Fer, que lo disfrutes y sigas, si es posible, leyéndome”. El tipo necesita ser leído tanto, quizás, como necesita escribir. Por eso sigo pensando que, por capacidad, por voluntad, por talento y por ambición, Pablo está destinado a ser uno de los mejores y más reconocidos escritores de su generación, sino el más.

En Match el narrador es el propio Pablo quien, tras una larga relación con la madre de su hijo, comienza un duelo de una forma peculiar: decide tener todo el sexo que pueda utilizando las aplicaciones de citas. El narrador no es un hombre medido: “Mi estrategia, como casi siempre, fue la hipérbole. Bajé todas” (p. 13). El pequeño libro es un relato de algunas de las relaciones (palabra exagerada en este caso) con las mujeres que conoció y de lo que aprendió en el camino. Y aunque en un lugar habla de buscarle sentido al sexo, el sentido para él parecía estar afuera de esas mujeres y afuera del sexo.

Una razón era evitar el duelo, ocupar su cuerpo y su emoción en otro lado. Pero otra, claro, porque es Pablo, tiene que ver con escribir. En el famoso poema “Así que querés ser escritor”, Charles Bukowski esboza una gran cantidad de razones para no serla; una es el sexo o las mujeres: “si lo estás haciendo porque querés / mujeres en tu cama, / no lo hagas” (“if you’re doing it because you want / women in your bed, / don’t do it”). El caso de Pablo es al revés: no es que escribe para tener sexo, sino que tiene sexo para escribir.

Pablo hace etnografía con las aplicaciones, y va a todos lados con una libretita en la que va anotando todo para después escribirlo. El resultado es –además de notas que seguramente usará en otras ocasiones– este pequeño libro, que es muy divertido al tiempo que retrata un agujero emocional fuerte, y que se lee maravillosamente. En la página 73 marqué algo que no me gustó, pero no como crítica, sino como elogio por contraste: usó “ritual atávico” para referirse al sexo, lo que me pareció un poco cliché. Todo lo demás, todo el tiempo, suena distinto, original, único. Por ejemplo: “No quiero ser injusto, sino señalar una circunstancia: las fotos no siempre coinciden. Desarrollé una hermenéutica de las imágenes. Me convertí en perito visual” (p. 25).

Pablo hace buena literatura hasta yendo detrás de polvos tristes.


lunes, 22 de septiembre de 2025

¿Un mundo mejor?

Leí Utopia. A Very Short Introduction, de Lyman Tower Sargent, uno de los más conocidos estudiosos académicos de lo utópico. (Para quienes le interese el tema, el libro está disponible online acá). Estoy siguiendo, claro, una línea de investigación relacionada con untaller que estoy armando sobre novelas distópicas. El libro es muy interesante, pero estoy algo en desacuerdo con el autor en un punto clave: que él no enfatiza, como yo, el carácter eminentemente político de lo utópico.

Rápidamente, el autor aporta dos definiciones de utopía. La suya: “Una sociedad no existente descripta en bastante detalle y normalmente localizada en un tiempo y un espacio (…) que el autor busca que un lector contemporáneo vea como una sociedad considerablemente mejor que la sociedad en la que vivía el lector” (p. 24). La que me gusta más es la otra, de Darko Suvin: “La construcción verbal de una comunidad cuasi-humana en particular donde las instituciones sociopolíticas, las normas y las relaciones individuales están organizadas de acuerdo con un principio más perfecto que el de la comunidad del autor, estando esta construcción basada en un alejamiento que surge de una hipótesis histórica alternativa” (p. 24).

Luego, Sargent habla de “tres caras del utopianismo: la utopía literaria, la práctica utópica y la teoría social utópica” (p. 24). De la práctica, ligada con comunidades generalmente pequeñas, no voy a decir nada, porque no me interesa. De vuelta, porque son cosas no políticas, o apolíticas y a veces antipolíticas. Quiero decir: es gente que se une para vivir de una manera distinta, sin Estado, o contra el Estado. Puede andar individualmente, no digo que no, pero no es mi taza de té, dirían los ingleses.

Para Sargent las utopías son a la vez indispensables y peligrosas: “el utopianismo es esencial para la mejora de la condición humana, y en este sentido los opositores al utopianismo están equivocados y son potencialmente peligrosos. Pero también argumento que, usado erróneamente, el utopianismo es en sí mismo peligroso” (p. 27).

Sargent sostiene que la utopía es anterior a Tomás Moro, inventor de la palabra. Todos los pueblos antiguos, sostiene, tenían ideas de mundos perfectos, donde había comida para todos y concordia, principalmente como mitos de épocas doradas pasadas. Pero la mayoría de esas son fantasías no políticas, son mundos ideales donde hay abundancia de comida y concordia natural. Son situaciones parecidas a lo que sería después el edén para el cristianismo. Virgilio sí presentaría una mirada más política; no sólo pone esa situación mejor en el futuro, sino que “el mundo mejor pasó a estar basado en la actividad humana y no simplemente como un regalo de los dioses” (p. 33). También Esparta puede ser pensada como una utopía: una comunidad que se da una forma política totalmente nueva en búsqueda de una situación mejor (aunque para muchos es la primera distopía real, empezando por el hecho de que tiraban por una barranca a los niños con alguna discapacidad). Y en Esparta se basa Platón para su utopía, La República, de donde es posible trazar (con muchas ganas) una línea hasta los despotismos modernos. Sargent también cuenta de la primera distopía literaria, imaginada por Aristófanes: una comunidad regida por mujeres que fracasa porque no existe el altruismo necesario. (Es decir, por un problema político).

El cristianismo, como la mayoría de las religiones, según Sargent, tiene una visión utópica. O más bien dos: hay una utopía en el pasado (el edén) y otra en el futuro (el paraíso). Hay, además, una distopía, el infierno. Pero no son miradas políticas: no se relacionan con un Estado, ni con leyes obligatorias ni son, en última instancia, creación de los hombres sino de Dios; “no son accesibles al género humano sin la intervención de Dios”, dice Sargent (p. 105).

Hasta la modernidad, entonces, las utopías políticas son pocas. En los siglos XIX y XX aparecen utopías políticas modernas; quiero decir, comunidades que se imaginan mejores porque tendrían mejores instituciones políticas. Sargent no lo dice, pero creo yo que acá juega el proceso de secularización (creemos un mundo mejor acá sin esperar al cielo) y todo se acelera desde la Revolución Francesa, momento clave en el que se buscó “cambiar todo”, y que despertó el revolucionarismo (también socialista) que se desplegaría en aquellos siglos.

Los tres utopistas mencionados por Sargent son el norteamericano Edward Bellamy (1850-98) y los ingleses William Morris (1834-96) y H. G. Wells (1866-1946). Ellos despertaron, a su vez, una gran oleada de escritores distópicos, que ganaron espacio después de las catástrofes del siglo XX (las dos guerras, la gran depresión, etc.). Destaca aquí a Zamiatin, Huxley y Orwell, con similitudes en que atacan el mal uso del poder y tanto al capitalismo como al comunismo, además de la búsqueda de controlar “el poder del deseo sexual” (p. 44). La literatura utópica que resurge tras los años sesenta es una “literatura escarmentada, que sabía que lograr una sociedad mejor no sería fácil” (p. 45). También ganan espacio los temas ambientales y de género.

Finalmente, en lo que hace a la teoría social, hay básicamente dos miradas: la de quienes creen que la capacidad de imaginar utopías es fundamental para el progreso, y la de quienes responsabilizan al utopianismo por las peores catástrofes de la historia (el nazismo, el comunismo, Camboya, etc.). “Hasta cierto punto, ambos tienen razón”, dice Sargent (p. 110). De uno y otro lado quedan autores como Karl Popper, Ernst Bloch, Bauman, Mannheim y otros. Me detengo un poco en Mannheim, quien pone a ideología y utopía como dos polos dentro de la lucha política; la primera representando al pensamiento de los grupos dirigentes (a la manera de Gramsci), y la segunda a quienes se oponen. En definitiva, “Mannheim argumenta que tanto la ideología como la utopía emergen del conflicto político” (p. 120), volviendo así a la definición inicial que más me gustaba: la utopía no como un mero sueño o fantasía, sino como una visión política y que guía la práctica política. Algo similar, siguiendo a Mannheim, piensa Ricoeur, quien está “preocupado principalmente por cómo la utopía presenta formas alternativas de distribución del poder” (p. 129). Esto es, en última instancia, lo que me llevo de Sargent (aunque un poco por oposición): una mirada eminentemente política de lo utópico.

Resumen general: “Aunque la palabra ‘utopía’ tiene su origen en un lugar y un momento particular, el utopianismo ha existido en toda tradición cultural. El utopianismo ha mantenido en todos lados la esperanza de una vida mejor y, al mismo tiempo, han surgido preguntas tanto sobre las mejoras propuestas específicas y, en algunos casos, sobre si la mejora es posible. El utopianismo ha inducido a personas a hacer grandes esfuerzos para lograr mejorar reales, y ha sido mal utilizado por otros para ganar poder, prestigio, dinero y demás para ellos mismos. Y algunas utopías se han convertido en distopías, mientras que otras utopías han sido usadas para derrotar a esas mismas distopías. Por lo tanto, las utopías son esenciales, pero potencialmente peligrosas”. (p. 131)

 

 

 

 

 

 


lunes, 15 de septiembre de 2025

El peor de los mundos

 


Leí Dystopia. A Natural History, de Gregory Claeys porque, como les contaba, estoy leyendo distopías y organizando un taller para leer y comentar distopías: acá más información. La historia natural de las distopías de Claeys es una enormidad y, por momentos, al rastrear tan al pasado algunos de los componentes que suelen estar en las distopías, el argumento se deshilacha un poco. Pero es monumental y súper interesante en entender el género y cómo se relaciona con la política y los momentos históricos.

La primera parte presenta “La teoría y prehistoria de la distopía”. Asocia a la distopía con la modernidad y con un “pesimismo secular” (p. 4) y presenta las formas más tradicionales del fenómeno: “la distopía política; la distopía ambiental; y, finalmente, la distopía tecnológica, donde la ciencia y la tecnología finalmente amenazan con dominar o destruir a la humanidad”, desde el holocausto nuclear a la dominación de la inteligencia artificial. Aunque no toda distopía es anti-utópica, desde el Terror jacobino al bolchevismo hay claras muestras de cómo las utopías pueden derivar en su opuesto; en cómo la búsqueda del mejor de los mundos puede dejarnos en el peor.

Un tema crucial que analiza en esta parte Claeys es el de cómo los grupos pueden terminar sofocando la libertad y permitiendo la violencia contra los externos. El otro motivo clave de esta parte es el tema de la monstruosidad. En la mirada cristiana, el diablo se convierte en el monarca de la distopía; pero irónicamente, o no tanto, la verdadera distopía termina siendo el supuesto combate que le presenta la Inquisición, que sería un ejemplo para los despotismos modernos. La Inquisición proporciona “un claro paradigma para un sistema extensivo de persecución basado en la obsesión dual con la fe y la herejía. (…) se ha sugerido de manera plausible que el despotismo moderno se modeló conscientemente en su mentalidad, identificando enemigos por y persiguiendo meramente por la pureza de las ideas, infligiendo dolor en proporción a su obsesión con la pureza, la lealtad y la unidad, y controlando el pensamiento por principio” (p. 104).

En la segunda parte, “Totalitarismo y distopía”, Claeys analiza los cuatro peores regímenes de la humanidad y su relación con lo distópico. El punto crucial aquí es el miedo, en “cómo los regímenes generalmente llamados ‘totalitarios’ usaron el miedo para crear y mantener su poder”, en cómo la “psicología paranoide y persecutoria de grupos distópicos” (p. 113) es central para explicar dichos regímenes. Claeys trata primero a la Unión Soviética, que pasó de ser la promesa de “la sociedad más perfecta jamás conocida” a “uno de los regímenes más ignominiosos que haya jamás construido la humanidad” (p. 128).

Luego analiza el nazismo, mucho menos totalitario internamente, pero quizás igualmente o más totalitariamente con el “otro”. Su peor exponente es, claramente, Auschwitz, con sus tres objetivos: “proporcionar trabajo de corto plazo; quebrar la personalidad y deshumanizar a los prisioneros; y matarlos en masa en las cámaras de gas” (p. 193). Sigue con China, donde siempre las muertes se cuentan por millones, incluyendo el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Y quizás el peor de todos, y el menos conocido en Occidente, la Camboya de los Khmer Rouge: “Imagine un país entero en el que todas las familias tuvieron al menos un asesinado, y quizás siete, ocho o más parientes. Esa fue la catástrofe del régimen de Pol Pot en Camboya, el primer ‘auto-genocidio’ de la historia” (p. 219), en el que habrían muerto entre un quinto y un tercio de la población en 5 años.

En definitiva, Claeys define a la “distopía política despótica en términos de una forma peculiar de la identidad grupal en la que la obsesión con la pureza de la identidad se queda supeditada a una persecución obsesiva de 'enemigos'. Esto generalmente se sustenta en una identidad milenarista secular”. (p. 267)

La tercera parte, “La revuelta literaria contra el colectivismo”, es una impresionante revisión de la literatura distópica desde el siglo XVIII hasta el presente. Dedica un capítulo (“Mecanismo, colectivismo y humanidad”) a analizar las distopías previas a las distopías políticas despóticas, donde ve cuatro temas principales: “el avance del revolucionarismo y el terror que implicaba; el potencial desencadenamiento de inventos científicos y tecnológicos que resultarían más destructivos que beneficiosos; la perspectiva de un control eugenésico sobre la procreación y la familia; y la amenaza más generalizada de la mecanización como algo intrínsecamente deshumanizante” (p. 271). Allí se destacan autores como H. G. Wells y Aelfrida Tillyard (con Concrete, un libro con muchas similitudes a Brave New World). En EE. UU., una utopía colectivista a cargo de Bellamy despertó muchísimas distopías en respuesta. Y hay un texto que muchos consideran como la primera novela distópica, The Iron Heel, de Jack London.

La primera guerra mundial produjo una crisis en la creencia en el progreso permanente de la humanidad y, por las matanzas que permitió el avance de la tecnología bélica, un temor en el potencial destructivo de las máquinas. También ayudó a la llegada de la revolución bolchevique, que fue central al género, inspirando a autores como Zamyatin, Huxley, Orwell y Rand. Tras la primera guerra mundial, ya no era tan fácil hacer sátira, y “los escenarios de pesadilla son mucho más realistas” (p. 355). We, de Yevgeny Zamyatin (1924) es una de las principales y primeras distopías anti-utópicas, y un libro que intentaré leer, con elementos de Orwell (un estado totalitario), pero también de Huxley (“la utopía del placer como la distopía de la similitud”, p. 342).

Claeys luego dedica un capítulo a Brave New World y otro a 1984, de los que no voy a decir nada acá porque ya me dedicaré a ellos. Y concluye con un capítulo sobre “Las distopías post-totalitarias”. Después de 1945 se destacan cinco temas: la posibilidad de un holocausto nuclear, la de la degeneración ambiental, los riesgos que surgen del progreso de la mecanización, la degeneración cultural de las sociedades liberales y la ansiedad en relación con la guerra contra el terrorismo (p. 447). Entre otras obras pasan por aquí Fahrenheit 451 (Ray Bradbury), Lord of the Flies (William Golding), A Clockwork Orange (Anthony Burgess), The Handmaid’s Tale (Margaret Atwood) y The Road (Cormac McCarthy). El colectivismo político pierde espacio frente los impactos de la tecnología, el aumento poblacional y la degradación ambiental, además de surgir con más fuerza el tema del género.

¿Para qué sirve el género distópico? En comparación con tratados o narrativas históricas, lo que la literatura logra es “hacer que nos lleguen experiencias a nivel individual y emocional que carecen de sentido cuando quedan perdidas en el anonimato de la narrativa histórica” (p. 269). Y los temas que analiza cambian, porque cambian los temas que nos preocupan.

“La distopía literaria, nacida primero como reacción al revolucionarismo popular, llegó a satirizar los excesos de la explotación capitalista, las proyecciones de una civilización centrada en la máquina y los extremos de la ambición utópica. (...) La confluencia de la Primera Guerra Mundial y el bolchevismo dio inicio a la unión de los temores al culto a la tecnología y al colectivismo político extremo que asociamos por primera vez con We, de Zamiatin. Los principales autores posteriores (…) reconocieron la centralidad tanto del grupismo como de la tecnofilia en la opresión moderna. (...) Después de 1945, las visiones del Apocalipsis a menudo incluían armas atómicas. Los robots, la vigilancia y la dominación corporativa también cobraron una importancia cada vez mayor. Luego, el colapso medioambiental pasó a primer plano. (...) la distopía define cada vez más el espíritu de nuestra época” (p. 498). Y por eso, y porque se ven cosas preocupantes en el futuro (y en el presente), Claeys concluye diciendo que es un género al que le ha llegado su hora.

 

 

Originales de las citas usadas

“three main, if often interrelated, forms of the concept: the political dystopia; the environmental dystopia; and finally, the technological dystopia, where science and technology ultimately threaten to dominate or destroy humanity” (p. 4).

“Lasting from the twelfth through the eighteenth centuries, the papal and even more the Spanish ‘Inquisitions’ (from the Latin, to search) provide a clear paradigm for an extensive system of persecution based upon the dual obsession of faith and heresy. (…) it has been plausibly suggested that modern despotism was consciously modelled on its mentality, identifying enemies by and persecuting merely for the sake of the purity of ideas, inflicting pain in proportion to its obsession with purity, loyalty, and unity, and controlling thought on principle” (p. 104).

“In both history and literature, ‘dystopia’ has been most frequently identified with the colossal tragedies of twentieth-century despotism. (…) This chapter focuses on how the regimes usually termed ‘totalitarian’ used fear to create and maintain their power, and how this fear became so extreme and so destructive. (…) Its aim is to establish how the paranoid, persecutory psychology of dystopian groups outlined in the Introduction here, and, in particular, expressions of secular religiosity, provide key insights into the mentality of these regimes and movements” (p. 113).

“For a time, the Revolution shone as a great beacon of freedom against despotism, and a logical extension of the American and French struggles for liberty. It symbolized the faith in which much of the vibrant idealism of the twentieth century was invested, and promoted the most potent secular religion of the epoch. Its promise was that of the most perfect society ever known (…) an immensely noble experiment degenerated into one of the most ignominious regimes humanity has ever constructed” (p. 128).

“The camp system at Auschwitz had three interwoven purposes: to provide short-term labour; to break down personality and dehumanize the inmates; and to kill them en masse in the gas chambers” (p. 193).

“Imagine an entire nation in which every family has had someone murdered—perhaps seven or eight relatives or more. That was the catastrophe of the Pol Pot regime in Cambodia, the world’s first ‘auto-genocide’”. (p. 219).

“We have defined the despotic political dystopia here in terms of a peculiar form of group identity in which an obsession with purity of identity becomes contingent upon an obsessive pursuit of ‘enemies’. This is usually underpinned by a secular millenarian identity” (p. 267).

“We commence with the nineteenth-century literary dystopia. This was dominated by four themes: the progress of revolutionism and the terror it implied; the potential unleashing of scientific and technological inventions which would prove more destructive than not; the prospect of a eugenic control over parenthood and the family; and the more generalized threat of mechanization as intrinsically dehumanizing” (p. 271).

“One of the most obvious changes in dystopian literature after World War I is the seriousness of moral tone evident after 1918. Running through the 1930s, this makes lighter satire more difficult, and indicates that prophetic warnings of real nightmarish scenarios are much more realistic than the imaginative projections of the pre-war period” (p. 355).

“the utopia of pleasure is the dystopia of similarity” (p. 342).

“But what does imaginative literature, which projects horrifying or disastrous conditions, do that political tracts or historical narratives cannot? (…) Literature often does this by bringing home at the individual, emotional level experiences which, writ large, are meaningless when lost in the anonymity of historical narrative” (p. 269).

“the literary dystopia, first born as a reaction to popular revolutionism, came to satirize the excesses of capitalist exploitation, the projections of machine-centred civilization, and the extremes of utopian ambition. (…) The coalescence of World War I and Bolshevism began the wedding of the fears of technology worship and extreme political collectivism which we first associate with Zamyatin’s We. The leading subsequent authors of literary dystopias, notably Huxley, Orwell, and Skinner, all recognized the centrality of both groupism and technophilia to modern oppression. (…) After 1945, visions of Apocalypse often involved atomic weapons. Robots, surveillance, and corporate domination also loomed ever larger. Then environmental collapse moved to the forefront. (…) Dystopia thus describes negative pasts and places we reject as deeply inhuman and oppressive, and projects negative futures we do not want but may get anyway. In so doing it raises perennial problems of human identity. Shall we be monsters, humans, or machines? Shall we be enslaved or free? Can we be ‘free’ or only conditioned in varying degrees? Shall we preserve our individuality or be swallowed by the collective? (…) dystopia increasingly defines the spirit of our times” (p. 498).

viernes, 5 de septiembre de 2025

Taller de lectura de novelas distópicas

 


El mejor de los mundos: taller de lectura de novelas distópicas

Leyendo The Handmaid’s Tale de Margaret Atwood me puse a pensar en otras distopías que había leído y en que hay algo distópico en el aire de nuestros tiempos. Yuval Harari, por ejemplo, dice que la humanidad está en un punto de inflexión a partir del cual pueden cambiar los fundamentos no sólo de nuestras sociedades, sino hasta de nuestra biología. Con los avances de la biotecnología y la inteligencia artificial, dice, puede venir el fin del homo sapiens y la llegada de homo deus. Y otra lectura reciente, “AI 2027”, despierta el temor de un mundo dominado por dos grandes inteligencias artificiales, una en China y otra en EE. UU.

Esta confluencia me hizo querer releer algunas novelas distópicas que había leído hace ya mucho tiempo y ahí apareció la idea de este taller, en el que vamos a pensar cinco novelas en términos de la tradición de distopías, de sus propios méritos como obras literarias y de su relación con las realidades políticas y sociales en las que se escribieron. Primero pensé en ponerle de título “El corchazo”, porque podía parecer deprimente. Después pensé que estas lecturas nos pueden hacer pensar que, al final de cuentas, este mundo, si no es el mejor de los posibles, tampoco es tan malo como algunas alternativas imaginables.

Propongo entonces seis encuentros virtuales. En el primero, más introductorio, y hasta casi “teórico”, vamos a poner un poco el marco que nos ayude a pensar estas obras. Y luego haremos cinco encuentros más, en cada uno de los cuales discutiremos una de las grandes novelas distópicas de la historia, según el siguiente detalle.

  • Miércoles 1º de octubre (19:30 a 21:00). Introducción y bienvenida: ¿qué es una distopía?
  • Miércoles 8 de octubre (19:30 a 21:00). Brave New World, Aldous Huxley (1932).
  • Miércoles 15 de octubre (19:30 a 21:00). 1984, George Orwell (1949).
  • Miércoles 22 de octubre (19:30 a 21:00). Fahrenheit 451, Ray Bradbury (1953).
  • Miércoles 29 de octubre (19:30 a 21:00). The Handmaid’s Tale, Margaret Atwood (1985).
  • Miércoles 5 de noviembre (19:30 a 21:00). The Road, Cormac McCarthy (2006).

Aunque las novelas fueron escritas en inglés, las discutiremos en español y cada uno decidirá si la lee en uno u otro idioma. Además, para quienes se pierdan alguna sesión, los encuentros serán grabados para que los puedan ver asincrónicamente. 

Algunas preguntas que nos pueden guiar en el camino. ¿Qué une a estas novelas? ¿Cuáles son sus diferencias? ¿Hay disparadores de las realidades sociales y políticas de sus autores para estas novelas? ¿Hay algo contra lo cual se esté escribiendo? ¿Hay algo que se esté defendiendo? ¿Hay una idea del hombre, de lo político? ¿Hay una idea de la literatura, de la palabra, del lenguaje? ¿Hay recursos literarios apoyando ese proyecto?

Más información: fsantillan@reddognarratives.net


miércoles, 3 de septiembre de 2025

Cuando algo se rompe

 


Leí Crac, de Josefina Licitra, un libro de auto-ficción en el que la autora examina la difícil relación con su padre.

La autora nació en el mismo año que yo, 1975, y tres años después su padre se exilió en España. Él y su madre eran militantes de izquierda y la relación entre padre e hija se ve claramente determinada por el exilio del padre – y por la negativa de su madre a seguirlo–. (El libro, entonces, se inscribe en un cuerpo de literatura de hijos de los setenta, de los que leí La casa de los conejos, de Laura Alcoba, y La caja Topper, de mi amigo Nicolás Gadano).

Entre 1978 y 2016 padre e hija mantienen una relación como pueden, con cartas, algunos viajes de ella a España y algunos encuentros en Montevideo. En 2016, por alguna razón que la autora no logra desentrañar, el padre deja de hablarle y escribirle. Ella hace lo que una escritora puede hacer con eso: escribir y publicar: “Cuando me desoriente, escribo. No conozco otra forma de condensar el vapor en el que flotan, todavía sin lenguaje, la vida y sus infinitos misterios. Y después publico lo que escribo, eso sí. Nadie escribe para sí mismo” (p. 10). La publicación en 2019 de un texto sobre este abandono en una revista brasileña produce una respuesta de su padre después de años de silencio: califica al artículo como “un misil bajo la línea de flotación” y da a entender que nunca más le hablará –la nota, le dice a Josefina, “dinamitó lo que quedaba de nuestra relación” (p. 15)–.

Cinco años más tarde, la autora se entera de que el padre viene a Argentina y espera que él la llame; mientras tanto, vuelve a hacer lo que hace una escritora: escribir. Crac es el diario de esos nueve días en los que espera que el padre la llama, y donde, mientras tanto, trata de ordenar su cabeza en lo que hace a esa relación con el padre. Y no es menor, porque esa relación está en el centro de quien ella es; no sólo porque es hija, sino porque es escritora en parte por él: “Lo primero que escribí fueron cartas a mi padre” (p. 25).

Lo que más me gustó del libro son las reflexiones de Licitra respecto de la escritura. Por un lado, de lo dicho, de cómo le sirve para orientarse en la vida; del otro lado, está el “miedo a hacer daño” con la escritura (p. 46). “No sé pensar sin escribir y no sé escribir sin publicar” (p. 54), un problema que tenemos muchos si además tenemos ese miedo de dañar. Al final del día, sin embargo, “No se escribe respetando una lista de temas. Se escribe lo que no se puede no escribir. Se escribe lo inevitable. Se escribe como quien se chupa el veneno del brazo y lo escupe al piso” (p. 55).

Lo que menos me gustó es más ideológico y el problema puede ser mío. Con el padre está todo mal, claro. A sus sesenta o setenta años, mientras se convirtió en un pequeño empresario en España, le dice a su hija que entiende a su “vida actual como un gran paréntesis” que espera cerrar cuando se “sienta partícipe de nuevas utopías sociales” (p. 67). Me hizo acordar a una famosa frase que se le atribuye a Talleyrand, quien habría dicho que después de la Revolución Francesa los aristócratas franceses “no han aprendido nada, ni han olvidado nada”. Es decir, el Sr. Licitra dice estar dispuesto a ser partícipe de otra utopía social, olvidando quizás los millones de muertos que produjeron esas utopías, y el dolor y la pérdida y el desgarro, como el que sufre su propia familia.

La autora, sin embargo, parece no cuestionar esa búsqueda de utopías. Dice que ante la existencia de familias de militantes y otras totalmente distintas, siempre se preguntó “qué tipo de familia es la que yo defiendo. Porque algunas cosas de la mía me dan orgullo, o al menos tienen el tinte cinematográfico de toda épica, pero el costo de ese orgullo es el desgarro” (p. 40). Y cuando se pregunta por el hecho de que sus padres y tantos otros pusieron en riesgo la vida de sus propios hijos en aras de aquellas utopías, a fin de cuentas no se pregunta por la moralidad de la elección de la violencia política como camino, sino por la moralidad de tener hijos en esa situación. Dice que ve “dos formas de pensar la relación entre el amor y la responsabilidad social. La primera está hecha de preguntas y resentimiento. ¿Por qué mis padres guardaban armas bajo mi cama?” (p. 82). (Nótese el “responsabilidad social”: tener armas estaría emparentado con la “responsabilidad social”). Después pone la otra versión y se pregunta “por qué se le pide a la militancia un pergamino moral que nadie tiene”, refiriéndose a la moralidad o no de tener un hijo en esas circunstancias, o en cualquier otra: “Traer hijos al mundo es moralmente cuestionable.” Lo que no parece cuestionable para Licitra es ser partícipe de la violencia política.

Pero todo esto quizás es mío. Entiendo que para cualquier hijo es difícil cuestionar en serio a los padres y salirse de las visiones del mundo heredadas. Y que siempre comienzo por tratar de empatizar con el dolor de quienes perdieron familiares o sufrieron a raíz de toda esa locura. Pero compruebo una vez más que la literatura de los setenta es un tema que no me convoca.


lunes, 1 de septiembre de 2025

Un color que no existía

 


Leí Ya está. Variaciones sobre Messi, de José Santamarina, de quien leímos Hasta que no haya nada y muchas cosas en redes, especialmente sobre fútbol. José, además de ser buen escritor y buen jugador de fútbol, es un excelente escritor sobre fútbol, y en Ya está hace gala de ello, haciendo algo parecido a una biografía futbolística del mejor jugador de fútbol de la historia.

Voy atrás en el tiempo. Es 2018, estoy viendo entrar en calor a los San Antonio Spurs en Texas con otros argentinos. Estamos en segunda fila al centro de la cancha, pero sólo en la entrada en calor, dentro de un rato tendré que ir a la tercera bandeja. En un momento se acerca R. C. Buford, el gerente general del equipo, y le habla a una persona que está en la fila delante de la mía: le pregunta si necesita algo y lo trata de “coach”. No sé quién es, pero debe ser groso, me digo. Al rato el coach se da vuelta y nos habla: “¿vosotros sois argentinos?”, pregunta, y cuando decimos que sí sigue con “¿quién creen los argentinos que es mejor, Messi o Maradona?” Quien me hizo el equivalente futbolístico a la pregunta de si querés más a tu mamá o a tu papá era Sergio Scariolo, actual técnico de Real Madrid, técnico campéon del mundo en 2019 con la selección española y más. Mi respuesta: yo creo que Messi es mucho más jugador de lo que fue Maradona, pero también creo que hasta que no gane un Mundial muchos argentinos no lo van a reconocer.

José, creo, no se hace esa pregunta explícitamente; pero creo que la responde, o que al menos presenta la punta para responderla, al responder la otra pregunta: ¿cómo puede ser que Messi sea Messi? Su respuesta es que Messi es el hombre unidimensional; su “ventaja comparativa”, dice José, es “haber venido al mundo con una sola inquietud, alineada a la perfección con una sola destreza: la de jugar al fútbol” (p. 9). Esa unidimensionalidad hace de Messi el mejor jugador de la historia, “Messi es Messi porque se queda en sí mismo” (p. 50). Es eso lo que le permite hacer cosas que nos cuesta entender: “El asombro de los testigos nunca queda flotando en cómo lo hizo, sino en un estado previo: qué acaba de hacer” (p. 45).

Messi fue el número uno del mundo mucho antes de Catar, y José lo dice de una manera distinta, con referencias culturales y poesía: “El Álbum blanco de Messi se edita entre 2008 y 2012, las cuatro temporadas dirigidas por Pep Guardiola. Lo que pasó con ese equipo, lo que hizo Messi en ese tramo de su carrera, no es una lista de hitos, sino un color que no existía, una música en el aire del mundo” (p. 29). Sin embargo, como hombre unidimensional, Messi no puede explicar cómo lo hace: “Messi atravesó su propia excepcionalidad sintiendo a cada rato que tenía que explicarse a sí mismo, frustrándose enseguida por no poder, y entretanto siguió pudiendo todo con la pelota, porque una cosa es el despliegue del cuerpo y otra muy distinta la contracción de la palabra. Vivió medio mareado sobre esa diferencia” (p. 78).

Pero claro, quedaba el Mundial, quedaba Maradona. El libro arranca después, ya en Miami, vestido de rosa, donde “tensado por la culpa residual de no haber conseguido el Mundial o por el shock del alivio que lo toma cuando se lava los dientes y se acuerda de que sí lo ganó, de que ya está; atravesado por esos derechos y obligaciones, lo que está haciendo, otra vez, es correr atrás de la pelota, con la pelota, haciendo que la pelota haga lo que él quiera” (p. 10). En el camino quedaron Alemania 2006, casi siempre desde el banco; Sudáfrica 2010 con Maradona en el banco; Brasil 2014 y esa final fatídica; Rusia 2018 con Sampaoli haciendo cosas raras.

Recién cuando muere Maradona, Messi puede ganar con la selección. Tenía que morir el padre para que el hijo triunfara, da a entender José. “Con treinta y cuatro años, llegando a la vejez prematura del atleta, Lionel Messi se va a encontrar con una Copa América sin Maradona adentro de la cancha ni en el banco de suplentes ni en las tribunas ni en ningún lado. Esa es otra puerta que se abre. Ahora la tierra es de los que quedan vivos” (p. 70). Ya no está Diego y Messi puede ganar en el Maracaná y en Catar y decir ya está.

¿Ahora sí los argentinos lo van a querer más que a Maradona? No se lo pregunta José. Sin duda lo quieren más ahora que antes, digo yo, le respondo a Scariolo, pero creo que ni así logra Messi que lo quieran más que a Diego. Porque es unidimensional, porque no habla de tortugas escapadas ni pelotas manchadas; porque no habla, porque sólo juega con la pelota y hace que la pelota haga lo que él quiere. José lo cuenta maravillosamente, en pocas páginas, con gran belleza, haciendo justicia a todo lo que Messi nos dio.

lunes, 25 de agosto de 2025

Una novela de los noventa


 

Leí El Plan Limón, de mi amigo Claudio Weissfeld, una novela rápida y divertida que es quizás tanto sobre su personaje principal, Darío Miller, como sobre la Buenos Aires de los años noventa en la que se desarrolla.

Sin ir más lejos, la primera escena ocurre en un Blockbuster, donde la novia le dice a Darío que ella se encarga de agarrar un pote de helado Haggen Dazs sabor caramel. Por la ventana, Darío cree ver que pasa caminando su viejo psicoanalista, Fainstein. Quizás esa aparición, real o imaginada, es lo que le despierta una crisis en el peor momento (además de la necesidad de volver a ver al durísimo psicoanalista). Se terminan los noventa y, en medio de la recesión previa a la gran crisis, con despidos por todos lados, Darío se pregunta cuándo se convirtió en un burgués; se pregunta qué pasó con el Darío de los 20, que veía cine arte, y que ahora compra helado alquilando películas pochocleras; cuándo se convirtió en funcionario gris de una empresa y casi casado con Valeria, una mina que ya no le despierta nada. Se pregunta si Valeria la burguesa o Karina, que “[m]ilitaba en el CPT, TFO, o alguna otra sigla de una organización de progresistas que se sacan las Reebok para visitar Ciudad Oculta los sábados a la tarde” (p. 24).

En ese contexto, comete el error, o el fallido, de estar en medio de una manifestación en contra de los despidos en su empresa: termina golpeado por la policía, despedido y enganchado con Karina, sin que ello le permita definir su camino. Como le dice a Karina: “Si estoy con Valeria, el psicólogo me acusa de burgués neo conservador. Si estoy con vos, mi viejo cree que soy un trosko. Ahora pienso en viajar a Israel y me decís terrorista. ¿Por qué no se van todos a la concha de su madre?” (p. 111).

Ese es un lugar importante: detrás de esta trama del presente está la del pasado; desde temprano nos dicen que hay algo que resolver con la madre. Y el viaje a Israel, a través del Plan Limón que organiza la comunidad de Darío, puede ser lo que resuelva tanto ese pasado como la pregunta por el futuro de Darío. Y todo alrededor de esto está, como un personaje principal, la Buenos Aires de los noventa –con sus marcas (Romanaccio, Telefunken, Pringles), sus jugadores de fútbol (Batistuta y Balbo, pero también Carrario, el Gallego González y Pobersnik), los locutorios, los call centers, los bares viejos que aún resisten–, lo que hace de El Plan Limón una novela particularmente divertida para quienes anduvimos por ahí.

lunes, 18 de agosto de 2025

lunes, 28 de julio de 2025

Niño, aldea, familia, universo


Leí The Boy from the Sea, hermosa novela de Garrett Carr (Donegal, Irlanda, 1975). La novela trata de un chico abandonado y de la familia que lo adopta, los Bonnar, pero el verdadero protagonista es el narrador, un “nosotros” que nunca se aclara, pero que es igualmente clarísimo, es la comunidad de Killybegs, un pueblo pesquero en el noreste de Irlanda, de la que se habla desde la primera línea: “Éramos gente robusta, criada mirando al Atlántico. Unos pocos miles de hombres, mujeres y niños aferrados a la costa e intentando mantenernos secos. Nuestro pueblo no era sólo un pueblo, era una lógica y un destino. Sabíamos que había lugares más agradables e indulgentes, los veíamos en la televisión, pero parecían mansos en comparación” (p. 1).

En ese pueblo o, más bien, en una de las playas del pueblo, un buen día aparece flotando medio barril con un niño adentro; había llegado “el niño del mar”. A los pocos días Ambrose, un pescador de pocas palabras, decide adoptarlo y su esposa, Christine, no puede más que aceptar. (En rigor, Ambrose tiene un vocabulario amplio, aunque limitado: “Ambrose tenía todo el lenguaje necesario para definir con precisión el significado de una nube, el carácter del mar, una actitud de la lluvia, pero para describir su propio clima emocional estaba limitado a ‘He estado mejor’, ‘He estado peor’ y ‘Vos ya sabés’.” –p. 173–. Ambrose no estaba solo: “Los vientos atlánticos nos habían sacado las palabras a los azotes hasta que aprendimos a vivir sin ellas” –p. 1–, dice el narrador colectivo).

Este narrador colectivo es un gran logro y un potencial peligro. En el fondo, se trata de un narrador omnisciente, que sabe todo lo que pasa en el pueblo, y dentro y fuera de nuestros personajes principales. El nosotros desde el que habla es en cierto sentido engañoso, porque las personas de Killybegs no podrían haber reconstruido todo esto charlando durante semanas en el pub. Puede ser el bardo del pueblo que habla por todos, pero sabe demasiado y por momentos me hizo ruido eso. En el fondo, sin embargo, no me importó: yo sé que Carr no me está diciendo que lo escribieron entre todos, que no me está engañando. Carr me está diciendo que probablemente el pueblo se podría poner de acuerdo en que las cosas pasaron más o menos así. Más importante, me está diciendo que vivían juntos, con todas sus limitaciones, que “La vida era una especie de procesión y todos marchábamos en ella juntos”. (p. 304).

Con un ritmo hermoso, pasan las estaciones y los años, y con un hermoso canto irlandés, ese narrador nos va contando la historia de ese chico, de su familia y del pueblo. Ambrose y Christine Bonnar ya tenían a Declan, de unos pocos años, y vivían muy cerca de la hermana de Christine, Phyllis, quien abnegadamente cuidaba del padre de ambas, Eunan. Una manera de ver la novela es cómo, progresivamente, el resto de la familia, y no sólo Ambrose y Christine, pasan a aceptar realmente al niño del mar, bautizado Brendan. También es la historia de la lucha de Ambrose, comenzando por la lucha por la supervivencia económica: “La falta de dinero era la última cosa en la que pensaban Ambrose y Christine antes de ir a dormir y la primera cosa que les pegaba por la mañana” (p. 163).

También se trata de su lucha como padre: “Así que esto era tener una familia: podías tener buenas intenciones, pero lastimarlos igual, tenían reacciones y sentían desilusiones que no podías predecir” (p. 68). Y así, describiendo una familia, desde una perspectiva comunitaria, se habla un poco de todas las familias. Los padres de Killybegs miraban a los Bonnar sin juzgar: “Estos padres sabían que nunca podés saber cómo va a resultar un chico, sea naturalmente tuyo o no. Habían aprendido, fundamentalmente, que todo chico viene del mar, desembarca en los tobillos de sus padres, brazos extendidos, listo para ser formado por ellos, pero con alguna disposición ya establecida, profundamente instalada y que jamás puede ser del todo conocida” (p. 98). The Boy from the Sea, así, parte de un niño para describir a una familia o todas las familias, una aldea o todas, el mundo entero.

 

Otras citas que me gustaron

“Much misery results when a person is unable to simply sit at home most evenings reasonably contented.” / “Cuando una persona es incapaz de simplemente sentarse en casa la mayoría de las noches razonablemente contento el resultado es mucha tristeza” (p. 238).

“Declan was in his apron and standing in the door to the kitchen. ‘You never get free of a place like this,’ he said. ‘If you don’t come back, it comes to find you’.” / “Declan estaba con su delantal y parado en la puerta a la cocina. ‘Nunca te liberás de un lugar como este’, dijo. ‘Si no volvés, él vuelve a encontrarte’.” (p. 322).

“New men were in touch with their feminine side, they were nurturing and sensitive. They weren’t afraid to be ‘vulnerable’, they might talk about their feelings, cry and the like. We hadn’t seen a new man in reality, they must’ve had them in England and certain parts of Dublin maybe. They weren’t our sort of thing, but you may be assured if a new man had accidentally strayed into our town he would’ve been treated with respect.” / “Los hombres nuevos estaban en contacto con sus lados femeninos, nutrían y eran sensibles. No tenían miedo de ser ‘vulnerables’, podían hablar de sus sentimientos, llorar y todo eso. No habíamos visto un hombre nuevo en la realidad, seguramente tenían de esos en Inglaterra y en ciertas partes de Dublín, quizás. No eran nuestro tipo de cosa, pero estate seguro de que si accidentalmente vagaba hacia nuestro pueblo un hombre nuevo él sería tratado con respeto”. (p. 191)

“A parent remains the parent until they die and, sadly, a child remains the child even beyond that point.” / “Un padre permanece padre hasta el día que muere y, tristemente, un niño permanece un niño aún más allá de ese punto” (p. 232).

 

Originales de las citas

“We were a hardy people, raised facing the Atlantic. A few thousand men, women and children clinging to the coast and trying to stay dry. Our town wasn’t just a town, it was a logic and a fate. We knew there were more pleasant and forgiving places, we saw them on television, but they seemed meek in comparison” (p. 1).

“Ambrose had all the language required to define precisely the meaning of a cloud, the character of a sea, an attitude of rain, but to describe his own emotional weather he was limited to ‘Been better,’ ‘Been worse’ and ‘You know yourself.’” (p. 173).

“Atlantic winds had whipped away our words until we learned to do without them” (p. 1).

“Life was a sort of procession and we all marched in it together, you had to keep up” (p. 304).

 “Want of money was the last thing Ambrose and Christine thought of before sleep and the first thing hitting them in the morning” (p. 163).

“So this was having a family: you might mean well but hurt them anyway, they had reactions and felt disappointments you couldn’t predict” (p. 68).

“These parents knew you can never tell how a child will turn out, naturally yours or not. They had learned, fundamentally, every child comes in from the sea, washes up against the ankles of their parents, arms outstretched, ready to be shaped by them but with some disposition already in place, deep-set and never quite knowable” (p. 98).

lunes, 21 de julio de 2025

La secuela

 


Terminé tan absorbido por The Handmaid’s Tale que fui directo a leer su secuela, The Testaments, que es un libro muy diferente y mucho menor.

En gran medida The Testaments es como un apéndice al libro original: además de continuar la historia, de contarnos un poco qué pasó con Offred después del final de The Handmaid’s Tale, nos explica más el mundo de Gilead, cómo era, cómo fue que se estableció esa teocracia sobre una parte de lo que era Estados Unidos y cómo fue que se fue forjando su élite. En ese sentido, por momentos suena menos como una novela que como un ensayo sobre los orígenes y el funcionamiento de Gilead, aunque hecho novela. (Aldous Huxley publicó un libro de ensayos sobre Brave New World 26 años después: Brave New World Revisited).

Por otro lado, The Testament es una novela. La novela está construida con los testimonios de tres mujeres: dos testimonios como testigos de dos mujeres jóvenes que sufrieron a Gilead, y el testimonio escrito de una de las principales autoridades femeninas del régimen. Y está muy bien construida y se lee muy bien y es notable cómo ecualiza los distintos tiempos de los tres relatos. La disfruté y la leí en muy pocos días porque no la quería dejar. Pero no es verdaderamente una novela distópica porque hay salida, porque las tres mujeres, de alguna forma, logran mantener su humanidad, su voluntad, y arriesgan todo para enfrentar el régimen. En ese sentido, un poco me desilusionó; mi sensación es que agregando explicaciones y argumento hacia adelante se desmerece un poco lo construido en la novela original, que este libro reduce en vez de aumentar.

 

Algunas citas y comentarios

“Cada una tenía un lugar en Gilead, cada una prestaba servicio en su manera y todas eran iguales en los ojos de Dios, pero algunas tenían dones que eran diferentes de los dones de otras” (p. 164) “Everyone had a place in Gilead, everyone served in her own way, and all were equal in the sight of God, but some had gifts that were different from the gifts of others”. Es casi una cita directa a Animal Farm”: todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.

“Gilead tiene un problema desde hace mucho tiempo, querido lector: para ser el reino de Dios en la tierra, tiene una tasa de emigración vergonzosamente elevada.” (p. 112) “Gilead has a long-standing problem, my reader: for God’s kingdom on earth, it’s had an embarrassingly high emigration rate”. Es el argumento más obvio que se hacía a los países detrás de la cortina de hierro y que aún se hace a Cuba.

“Creemos que usted, con su entrenamiento privilegiado, está bien calificada para ayudarnos en mejorar la preocupante carga sobre las mujeres que ha sido causada por la sociedad decadente y corrupta que estamos aboliendo ahora” (p. 174). “We believe that you, with your privileged training, are well qualified to aid us in ameliorating the distressing lot of women that has been caused by the decadent and corrupt society we are now abolishing.” La gran ironía de los regímenes totalitarios es cuánto tienden a justificar su existencia los grupos humanos a quienes terminan por oprimir.

“Reino del terror, solían decir, pero el terror no reina, precisamente. En cambio: paraliza. Por eso el silencio no natural” (p. 277). “Reign of terror, they used to say, but terror does not exactly reign. Instead it paralyzes. Hence the unnatural quiet.” Parece sacado de Arendt.

“Obediencia, sumisión, docilidad: estas eran las virtudes requeridas” (p. 291). “Obedience, subservience, docility: these were the virtues required.”

lunes, 14 de julio de 2025

Resistir con palabras

 


Leí The Handmaid’s Tale (1985), de Margaret Atwood (de quien leímos también Life Before Man, de 1979, y Alias Grace, de 1996). Las tres son novelas que podríamos llamar feministas, pero lo son de maneras muy distintas. La primera es básicamente un triángulo amoroso, casi una novela “normal”, para decirlo de alguna manera, pero donde casi toda agencia está en las mujeres. La segunda es una reconstrucción de un crimen real cometido por una mujer, y en donde la cuestión de género está muy presente, es una historia de crimen reconstruida como novela. The Handmaid’s Tale es, finalmente, una distopía dramática en la que Estados Unidos ha desparecido para dar lugar a Gilead, una teocracia totalitaria patriarcal que le quita todo derecho a las mujeres, al punto tal de obligar a un conjunto de ellas a procrear hijos de los hombres más importantes del país (los “comandantes”).

Para mí fue imposible leer The Handmaid’s Tale (nunca la había leído antes y conscientemente no vi la serie ni la película para leer la novela antes) sin pensar en las otras grandes distopías que he leído. Y se me ocurrió hacer un taller de lectura de distopías sumando a esa Brave New World de Aldous Huxley (1932), 1984 de George Orwell (1949), Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953) y The Road de Cormac McCarthy (2006). Ampliaremos. Pero lo que resalto acá como idea, quizás como hipótesis, es que las distopías comparten generalmente la idea de la deshumanización, que el individuo inserto en una distopía, ya sea un régimen totalitario como el de Orwell o el de Atwood, o un mundo en estado de naturaleza postapocalíptico como en McCarthy, va perdiendo el carácter humano.

Así, Offred se da cuenta del verdadero poder de Gilead cuando ve que está dispuesta a cualquier cosa para sobrevivir, casi como un animal: “No quiero ser una muñeca colgando de la Pared, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, en cualquier forma. Renuncio libremente a mi cuerpo, a los usos de otros. Pueden hacer lo que quieran conmigo. Soy abyecta.

Siento, por primera vez, su verdadero poder” (p. 294). Cuando Hannah Arendt escribe sobre el totalitarismo se refiere a esto, a regímenes opresivos que buscan negar la esencia humana, incluyendo la capacidad de amar. En el régimen de Gilead no parece estar permitido amar, y eso los deja al borde de la muerte: “nadie se muere por falta de sexo. Es por falta de amor que nos morimos” (p. 109).

Mi segundo comentario es que, mientras nos oprime, la novela de Atwood no deja de darnos belleza. Me parece brillante una escena en que la Esposa le pide a Offred que la ayude con su madeja de lana, y así nos metaforiza con una imagen la opresión del régimen: “Coloca la madeja de lana sobre mis dos brazos extendidos, comienza a enrollar, estoy amarrada, parece, esposada; entelarañada, sería más cercano” (p. 209). O esta manera en que hasta lo natural parece oprimido: “La luna en el pecho de la nieve recién caída. El cielo está claro pero es difícil distinguirlo, debido a los reflectores, pero sí, en el cielo oscurecido sí flota una luna, recientemente, una luna que desea, una fina rodaja de piedra antigua, una diosa, un guiño” (p. 104).

Y el tercer comentario es sobre la historia, sobre contar la historia. En The Handmaid’s Tale (como en su continuación The Testaments, ampliaremos), quizás contar lo que se vive o se vivió, rescatar la palabra, aun con el temor de que nadie jamás lea o escuche sus palabras, es de lo último que se pueden agarrar los narradores para sobrevivir, para mantenerse humanos. La palabra como el último salvavidas en un naufragio. No es casualidad, claro, que en el nuevo régimen se prohíba a las mujeres leer y escribir:

“Si es una historia lo que estoy contando, entonces yo tengo control sobre el final. Entonces habrá un final, de la historia, y la vida real vendrá después.

No es una historia lo que estoy contando.

También es una historia lo que estoy contando, en mi cabeza, mientras sigo adelante” (p. 45). Y contar la historia es también un antídoto contra la soledad, aunque sea totalmente imaginario: “Al contarte cualquier cosa estoy por lo menos creyendo en vos, creo que estás ahí, con mi creencia en vos te hago existir. Porque te cuento esta historia mi voluntad crea tu existencia. Cuento, por lo tanto sos” (p. 275).

Al final, siempre, la literatura nos salva.


Detalle

Alguien, creo que @hernanii, decía hace poco que le divertía de la ciencia ficción la diferencia entre aquello que parecía obvio que existiría en ese futuro imaginado y no existe (por ejemplo, autos voladores) y entre lo que a nadie se le ocurrió que existiría y hoy sí existe. Pues bueno, los historiadores del año 2159 de “The Handmaid’s Tale” reconstruyen un aparato para escuchar cassettes del pasado, pero luego deben encargarse del “meticuloso trabajo de transcripción”. En 2025, claro, la IA te transcribe horas de audio en minutos.


Originales de las citas 

“I don’t want to be a doll hung up on the Wall, I don’t want to be a wingless angel. I want to keep on living, in any form. I resign my body freely, to the uses of others. They can do what they like with me. I am abject.

I feel, for the first time, their true power” (p. 294).

“nobody dies from lack of sex. It’s lack of love we die from” (p. 109).

“She fits the skein of wool over my two outstretched hands, starts winding, I am leashed, it looks like, manacled; cobwebbed, that’s closer” (p. 209).

“The moon on the breast of the new-fallen snow. The sky is clear but hard to make out, because of the searchlights, but yes, in the obscured sky a moon does float, newly, a wishing moon, a sliver of ancient rock, a goddess, a wink” (p. 104).

“If it’s a story I’m telling, then I have control over the ending. Then there will be an ending, to the story, and real life will come after.

It isn’t a story I’m telling.

It’s also a story I’m telling, in my head, as I go along” (p. 45).

“By telling you anything at all I’m at least believing in you, I believe you’re there, I believe you into being, Because I’m telling you this story I will your existence. I tell, therefore you are” (p. 275).


domingo, 6 de julio de 2025

Black Sabbath (cuento)

Atardecer desde la rambla. Foto: Fernando Santillan. 
 

Debuté el 13 de febrero de 1992 en la sala de calderas del Edificio Baleares, en la parada 4 de la Mansa, Punta del Este, Maldonado, República Oriental del Uruguay; un pedazo de tierra muy cercano a la Argentina pero, en esa fecha, un pedazo extraoficial del Estado de Israel. Como me dijo mi colega Sergio Butelman tomando un café en El Greco muchos años después de aquel debut, un día en el que estaba intentando convencerme de que dejara la agencia multinacional en la que laburaba para ir a la agencia boutique que él estaba armando: podemos negociar las alturas de Golán y la Franja de Gaza, pero Punta del Este en febrero es nuestro.

Recuerdo con precisión la fecha de mi debut porque era el cumpleaños de mi papá. El último cumpleaños de papá, que hoy hubiera cumplido 77 años, pero no quiero hablar de eso, sino de ese otro aniversario que se cumple hoy.

Mi novia se llamaba Daniela, Daniela Grunwald, y era muy linda de una manera no convencional. Tenía una nariz un poco más grande de lo que su cara permitía, quizás demasiado ancha, pero siempre me pareció que eso le daba carácter, aunque también hacía más difícil nuestros besos: yo soy decididamente narigón, así que las apretadas con Dani a veces se ponían un poco incómodas en ese sector; se rozaban cosas que no debían rozarse. Dani tenía labios grandes, repletos de ganas y juventud, y ojos verdes; no era pelirroja, pero tampoco rubia, algo en el medio, pero no una mezcla. La combinación era rara, una cara exótica. Cuando con los chicos del colegio se hacían listas de las cinco más lindas y de las cinco más feas, no era inusual que Dani apareciera en listas de los dos tipos.

Con Dani habíamos empezado a salir el año anterior, en cuarto año del colegio. A mí me gustaba desde hacía mucho tiempo, pero no me animaba mucho a encararla. No, no es así. Me corrijo. La verdad es que me daba un poco de vergüenza. Hoy me da vergüenza decirlo, pero en ese momento me daba vergüenza encararla porque sabía que muchos amigos me iban a joder con que estaba saliendo con una mina fea. Gabi se está apretando a un bagayo. Además, se decía que era rapidita. Y como si eso fuera poco, y esto es lo que realmente me avergüenza: muchos de mis amigos eran antisemitas culturales; quiero decir, jamás hubieran aceptado su antisemitismo, pero tampoco hubieran aceptado a Dani. Y yo lo sabía. Y como era un cagón (o soy un cagón, no sé, por algo veinte años después, hoy, acá, en vez de pensar en mi papá trato de pensar en Dani) no la encaraba.

Igual, para ser honesto, hay que decir que no la encaré. Siempre me costó un poco eso, así que mis planes eran más complicados, y tenían que ver con tratar de forzar situaciones como para que estar juntos fuera la conclusión casi natural de lo que había ocurrido hasta allí. De más está decir que eso significó un track record lamentable de mi parte. En este caso las cosas sucedieron de manera menos ligada con la voluntad que con el azar. Tampoco es que la jugué de amigo; teníamos buena onda y compartíamos banco en una electiva (historia en inglés, nivel avanzado, con un profesor irlandés, pelirrojo y barbudo), pero no es que teníamos charlas y ese tipo de cosas como yo sí tenía con otras chicas. Simplemente un día, en la fiesta de Majo Ricciardi, quedamos solos en un lugar que parecía planificado según mis designios, aunque siendo honesto conmigo mismo debo decir que no lo fue. Yo me había ido al fondo del jardín de la casa de los papás de Majo, en Lomas de San Isidro, al costadito de un quincho viejo, a fumar un pucho lejos de los grandes que custodiaban el evento. (Ahora pienso que, seguramente, esos grandes, que tendrían diez años más de los que tengo yo, seguramente estaban menos interesados en custodiarnos que en emborracharse y tirotearse entre ellos, como me cuenta mi hermanito, mi hermano ya, que se tirotean las mamis y papis del colegio de sus hijos. En mi vida de soltero todo es más directo). Me senté en un banco de listones de madera, como los de las plazas, con la pintura verde inglés descascarándose de a poco, y al rato Dani apareció medio de la nada y se sentó en el banquito conmigo.

¿Me das una seca?, me dijo, y le pasé el cigarrillo en silencio. Pitó hondo, exhaló, lo tiró al fondo, detrás de una planta.

¿A cambio te puedo dar un beso?, le dije, sin pensarlo, se me impuso, como un bostezo.

Giré la cabeza hacia la derecha para darle un beso y como vi sus ojos cerrados y los labios para adelante le di un pico.

Ella abrió los ojos y me agarró la cabeza con las dos manos y abrió un poco los labios que parecían una ola perfecta a punto de llegar a una playa y me plantó un hermoso beso húmedo en los labios. Después se levantó y se fue. Tenía un vestido verde corto que mostraba mucha pierna; yo me quedé mirando eso, sus piernas cobijadas por medias negras que tenían algún tipo de dibujo geométrico. Subí la mirada cuando vi que ella miraba para atrás; sonrió una sonrisa chiquita girando la cabeza para un lado y para otro y se fue.

Decir que empezamos a salir ese día sería una exageración. Después de todo, teníamos 16. Pero bailamos juntos, o por lo menos cerca, en algunas fiestas; a veces almorzábamos juntos, saliendo del colegio sin darnos la mano. Nos pusimos oficialmente de novios –porque en mi época pasaba eso; nos poníamos de novios, el chico tenía que preguntar y la chica responder– el día después del cast party.

Todos los años en mi colegio hacíamos una obra de comedia musical, bajo la dirección de un profesor que era un genio y un loco. Se anotaban los chicos que querían, había pruebas de canto y de baile, el director elegía los papeles, otros nos anotábamos para todo lo técnico: escenografía, luces, música. Practicábamos y trabajábamos por meses, hacíamos unas diez funciones en cuatro fines de semanas y todo terminaba con una gran fiesta en el salón de actos del colegio. Las cast parties, fiestas del elenco, eran famosas por estar poco custodiadas por las autoridades.

El día de la fiesta de 1991 hicimos con unos amigos un set de cuatro o cinco canciones: Juan en guitarra y voz, Paqui en batería, Paul con la segunda guitarra, Corcho en teclados y yo en el bajo. Dani y su amiga Mary hacían los coros. Tocamos "De música ligera", "Knocking on Heaven's Door" (versión Guns 'n' Roses), "With or without you" y un par más. Yo era muy malo tocando, y me estresaba mucho tocar en vivo, no me relajaba. sino que me exigía todo el tiempo, y siempre me terminaban doliendo los dientes y la mandíbula por la tensión. El final del set lo sentí como una gran liberación, así que cuando llegó el turno de saludar a Dani, después de ir haciendo high fives con todos los compañeros de banda, la abracé y le di un beso. Como no estaba pensando bien, todavía nervioso y liberado por tocar en vivo, le di un beso largo en la boca y medio que nos pusimos a apretar ahí parados arriba del escenario. El nabo de Nacho, que estaba a cargo de las luces, apagó todo y nos apuntó con el spot, y le hizo una seña a Martín, el DJ, para que apagara la música. Cuando volvíamos a la casa de Paqui en un 168 casi vacío, Paqui me dijo que durante algo así como medio minuto, todo el elenco estuvo mirándonos apretar: todo oscuro, todo silencio, y Gabi y Dani apretando en el escenario bajo la luz del spot, abrazados, pegados por las bocas y los brazos y las pelvis y las ganas contenidas durante semanas.

Al día siguiente, que era sábado, la llamé. Me atendió el papá y corté. Llamé media hora más tarde: me atendió el papá y pedí por Dani. ¿Quién sos? Gabriel Marcone. ¿Marcone?, dijo, y me pareció ver una mueca de disgusto. Cortá, papá, dijo Dani, y escuché el click. Hola. Hola. Fue medio raro lo de ayer, ¿no, Dani? Sí: muy. Bueno, no sé, pensé... ¿querés ser mi novia? Se hizo un silencio. Dale, me dijo. Y ese es otro momento en el que podríamos decir que empezó todo.

Hoy también podría empezar todo, pero no parece. La cabeza a veces te dice que sí, que hay tiempo si hay ganas, pero el estómago te dice que estás un poco jugado. Que lograste lo que lograste, que enderezaste la empresa de tu viejo como para que tu vieja no quedara en banda; que después hiciste tu camino en publicidad y que quizás se te pasó lo otro, la familia, que quizás ser tío es suficiente.

Ahí, ese día, empezó algo y tres meses después la pasé a buscar a pata por el Edificio Baleares, ya oficialmente de novios. Mis viejos tenían un departamento en la Punta, no tan lejos del Baleares. Era ese horario extraño en el que por la rambla Dr. Claudio Williman pasaban autos volviendo de las playas de más lejos, cruzaban de las playas de la Punta madres con chicos en sus manos, pareos y ojotas de colores; chicos ya vestidos caminando hacia Gorlero para comer una pizza en Chopp Garden y jugar unos fichines en FunTime; y, en la otra dirección, en dirección al templo, chicos de pantalones negros y camisa blanca con kipás en la cabeza.

Edgardo Grunwald abrió la puerta y dijo ah, sos vos; pasá flaco. No estaba muy copado conmigo pápele Grunwald. Pasá, nene, pasá que hace frío, me dijo la mámele, Adriana, que me quería un poco más. Jamás hubiera aceptado una goi para su hijo menor, que tenía 11, pero conmigo estaba todo bien. Edgardo tenía una empresa textil, hacía elásticos para calzoncillos, y Adriana hacía unos knishes de papa que merecían por lo menos una nota en Radio Jai.

Al rato yo estaba caminando por la rambla con la mina más linda del mundo. A esa altura se me había pasado toda la vergüenza y Dani me parecía hermosa, y más esa noche: se había puesto una pollera y una musculosa negras, se había pintado, tenía la piel con un color increíble por el sol. Levité hasta uno de los restaurantes típicos de la zona del puerto, Lo de Tere, en donde mi viejo festejaba invariablemente su cumpleaños, porque si algo era papá era un hombre de rutinas. Desde ese día nunca volví a Lo de Tere; cada vez que alguien me dice de ir logro torcer la elección de restaurante o bajarme del programa.

Me gustaría poder decir que recuerdo más de esa comida de cumpleaños. Estaban mamá y papá, por supuesto; mi hermana con su novio de entonces, Alejandro, el mejor novio que tuvo, el que más la quiso –por supuesto terminó casándose con el opuesto: el más hosco, el menos sólido, el que se deshilacha día a día–; y mi hermanito. Sé que papá comió el risotto de mar, porque siempre pedía lo mismo. Mamá estaba como siempre, mirando todo desde otra dimensión, su cabeza como arriba de un mangrullo, centinela de la decencia, segura en un mundo que mi viejo le había construido, mirando a Dani con la seguridad de que no sería más que una novia pasajera.

Cuando terminamos. desandamos el mismo camino: desde Lo de Tere al Edificio Baleares. Volví a caminar muchas veces ese camino, pero nunca más como un hombre virgen. Esa última caminata virgen por la rambla Williman no fue especial más que por eso; íbamos charlando, de la mano, hablando mal de ese novio de mi hermana que ahora me parece tan copado, recordando los interminables partidos de cabeza que había jugado ese día con mis amigos en la playa, viendo pasar los autos para un lado y para el otro, el tráfico permanente de Punta del Este en temporada.

Cuando llegamos al Baleares el ascensor se había roto. Va' satené que caminá, botija, me dijo el guardia de la noche, que ya era casi un amigo (era hincha de Nacional y yo estaba tratando de convencerlo de que en Argentina adoptara a Independiente como su cuadro). Así que agarramos la puertita medio despintada que daba a las escaleras de servicio, pero en vez de subir guié a Dani con mi mano derecha hacia las escaleras que iban para abajo, apretándole la mano, torciéndosela apenas. Los ojos de Dani se abrieron un poco y la cabeza se inclinó hacia un lado por la sorpresa, pero al toque me sonrió y vino con ganas.

Al terminar de bajar llegamos a un pasillo apenas iluminado por dos lamparitas sin aplique, colgando de un agujero. A unos metros había una puerta que decía sala de máquinas. Probé y cedió. ¿Te parece, Gabi? Dale, vamos, dije, y entramos. Hacía calor. En una habitación grande, de unos ocho metros por cinco, había muchos caños y un par de tanques grandes, las calderas; tachos de pintura, sombrillas en desuso y ¡gloria al Señor! un par de reposeras con la pintura resquebrajada, listas para ser lijadas y puestas a punto para el servicio de playa. La sala de máquinas estaba pintada de gris (la parte de abajo) y blanco (la de arriba), y apenas iluminada.

Cerré la puerta con cuidado y llevé a Dani más para adentro. Enfrentados, nos tomamos las dos manos. Nos besamos. La llevé hacia la pared. Pará, Gabi, me vas a ensuciar toda la ropa. Me apoyé yo sobre la pared y estuvimos ahí un buen rato. Dos chicos de 16 pueden estar besándose una temporada entera, parando sólo para ir a mear cada tanto. En algún momento puse mi mano debajo de la pollera. ¡Cómo había mirado esa cola esos días en la playa! Ahora la tenía en mis manos. Qué lindo. A partir de ahí todo fue cada vez más rápido y más rápido y más fuerte, como en una canción metalera, con el doble bombo. Me arrodillé y le bajé la bombacha y empecé tocarla y ella me decía que sí o que no, apenas, con un movimiento, con un susurro, con algo, yo me concentraba para entender las señales, para leer sus movimientos y sonidos como las notas de una partitura. Y no lograba asentarme del todo, me temblaba la mano, así sí, así no. Me desabrochó el jean negro, y puso su mano adentro de mis calzones, lo que me dio unas cosquillas raras que casi me hicieron acalambrar y me dijo ¿tenés, no? entre besos y yo le dije que sí, que tenía muchas ganas, que me moría de ganas, un forro, Gabi, ¿tenés un forro, no? y sí, sí, me acordé de ese forro guardado hacía meses en la billetera y lo saqué y se me cayó al piso y lo levanté y ahí fuimos hasta una de las reposeras, yo agarrándola a ella con una mano y a mis jeans con la otra, con cuidado de no trastabillar.

Volví por la rambla Williman y en mi cabeza sonaba “Paranoid”, de Black Sabbath. Ese ritmo rápido, eufórico y euforizante, el rasguido cortito y los dos y uno largo del final: chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca chaca - cha-cha chaaaaaa. Caminaba por la rambla pensando en Dani y se me paraba de vuelta, el Shabat ya en proceso, y yo todavía sin saber que era el último cumpleaños de mi viejo, mi última noche virgen.

Ahora estoy en mi departamento, solo, en otro cumpleaños de papá sin papá, en otro aniversario de mi debut. Miro a la computadora y miro a mi living con las luces apagadas; veo en los estantes algunos de los premios publicitarios de mi carrera, las fotos de mis sobrinos, la foto de mis viejos solos; al costado, el bajo nuevo en el pie y el amplificador, porque sigo tocando mal, pero ahora suena mejor porque el equipo es mejor. Casi a oscuras, mi laptop me ilumina la cara como un spot en el escenario. Suena "Paranoid", "Necesito alguien que me muestre las cosas de la vida que no puede encontrar / debo ser ciego no veo las cosas que dan felicidad" dice y veo las fotos que subió Dani a Facebook, una tras otra tras otra tras otra tras otra, su cara igual y distinta, cambiada e igual y no me decido a mandarle un mensaje y preguntarle en qué anda.